Un país expuesto
Cuando alguien habla de políticas de Estado —sean los agentes económicos para reclamarlas, sean los gobiernos para prometerlas o implementarlas— está haciendo referencia a medidas que corresponden, o se desprenden, o tienen relación con condiciones estables y permanentes del país. Por más cambiante que sea la época en que vivimos —y lo es más de lo que nos damos cuenta— el Uruguay cuenta con (o está atado a) algunas condiciones estables y permanentes.
Es conocida la discusión acerca de si el Uruguay económicamente tiene que apostar y apoyarse en el campo y la producción agropecuaria o si tiene que abrirse a una actividad de servicios comerciales y financieros, basada en sus puertos, en su ubicación geográfica privilegiada a la salida de un fabuloso sistema fluvial, (o las dos cosas). Esta es, evidentemente, una discusión de fondo. Pero quizás no esté en el fondo-fondo, en aquel nivel de las protovisiones del país, allí donde se encuentra lo que podrían llamarse los datos del código genético de nuestro Uruguay.
Nunca es fácil llegar hasta esas honduras sin extraviarse: pero creo que llegando a ese nivel lo que se encuentra es el dato y la realidad de la fragilidad del Uruguay derivada de su tamaño. Tamaño físico definitivo, tamaño poblacional teóricamente cambiable pero…
Uno de los elementos de la concepción de base de nuestro país es su condición de estar expuesto a causa de su tamaño y por su ubicación. Expuesto es lo contrario a protegido. Esa característica del Uruguay es permanente, ha existido desde siempre, aunque no aparezca casi nunca en los discursos y razonamientos políticos o académicos que manejan definiciones de país y es, por supuesto, un elemento fundamental a la hora de pensar el país.
Sean cuales fueren las disposiciones que los gobiernos de Brasil o Argentina hayan tenido hacia nosotros a través de los años —cordiales a veces, frías otras— siempre somos vistos y tratados como un vecino pequeño; bien tratados o mal tratados pero siempre como vecino pequeño. El respeto que entendemos se nos debe lo hemos ganado, no sin dificultades, en base a prestigio, y la historia nos enseña cuán dura es la lucha del prestigio contra el tamaño. Si en algún momento perdimos de vista esa realidad cometimos un grueso error.
El Uruguay —todo el Uruguay, todos sus partidos— debe tomar conciencia de sus rasgos básicos, y este es uno de ellos: pequeñez geográfica relativa entre dos vecinos muy grandes, ambos con abundantes antecedentes históricos de intromisión en nuestros asuntos y de despreocupación total sobre los efectos que sus decisiones puedan tener sobre nuestros intereses, aun aquellos intereses establecidos en tratados firmados con ellos mismos.
Los uruguayos tenemos que aceptar que vivimos en un país frágil, expuesto, en un vecindario inestable (del que no nos podemos mudar). Tenemos que pensar sobre esa base. Todo esto lleva a exigirnos siempre, en todas las decisiones importantes, la cautela que corresponde a ese telón de fondo. Debemos dormir con el caballo ensillado y la rienda enrollada en la muñeca. Por otra parte, no hay nada demasiado dramático en ello: se trata de un viril desafío para un pueblo alerta que no se aturulla ante la dureza de la vida sino que encuentra en ella ocasión propicia para templar su metal.
Tenemos que aceptar que vivimos en un país frágil, expuesto, en un vecindario inestable.