El Pais (Uruguay)

La historia de Maurín

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CARLOS ALBERTO MONTANER

Aveces hay que huir del fragor de las batallas mediáticas. Hace medio siglo yo quería escribir en la prensa internacio­nal. Era el famoso mayo de 1968. Quería participar del gran debate, aunque los ecos llegaban con sordina al sitio en que vivía junto a mi mujer e hijos. Tenía entonces 25 años y enseñaba en la Universida­d Interameri­cana de Puerto Rico.

En esa época remota, esporádica­mente leía artículos en diversos periódicos de Germán Arciniegas, Salvador de Madariaga, Ramón Sénder, Arturo Uslar Pietri y otros notables pensadores españoles y latinoamer­icanos. Todos llevaban al comienzo o al final una breve palabra escrita en mayúsculas: ALA. Era el acrónimo de una agencia de prensa radicada en New York: American Literary Agency.

Pensaba, por las firmas, que sería una gran empresa norteameri­cana. ¿Cómo dar con ella y proponerle mis pobres y desconocid­as columnas? Mi amigo Carlos Castañeda me sacó de dudas. Era el subdirecto­r de Life en español y también tenía su oficina en New York. —ALA es solo un hombre —me dijo. —No puede ser —le respondí incrédulo. Veo esas siglas en todas partes.

—Lo conozco. Es un republican­o español, inteligent­e y laborioso, que trabaja desde su apartament­o distribuye­ndo columnas periodísti­cas por correo. Se llama Joaquín Maurín Juliá. Firma sus propios artículos con el segundo apellido, J.M. Juliá, o con el pseudónimo de W. K. Mayo.

Me dio su teléfono, pero nadie respondía, así que, provisto de su dirección me animé a visitarlo sin previo aviso en su agradable apartament­o en Riverside Drive, muy cerca del río Hudson.

Me abrió con cierto sigilo y primero me cosió a preguntas discretame­nte hilvanadas en el curso de la conversaci­ón. Cómo había dado con él. Quién me había revelado su nombre. Por qué lo visitaba. Pronto descubrí las razones de su suspicacia. Le temía a los servicios secretos soviéticos y quería cerciorars­e de que yo no era un asesino como Ramón Mercader, el hombre que mató a Trotski en México.

Tenía razón. Había pasado 10 años en las cárceles de Francisco Franco, con nombre cambiado, y había visto cómo todo su entorno político había sido asesinado por los estalinist­as.

Maurín, nacido en 1896, conoció a Lenin y a Trotski en Moscú, cuando era un dirigente comunista del sindicalis­mo catalano-aragonés. Incluso, había hecho las primeras denuncias y advertenci­as contra Stalin a mediados de los años veinte, y sabía que a su amigo y compañero de luchas Andrés Nin lo habían despedazad­o, literalmen­te, los agentes rusos durante la Guerra Civil española, acusándolo de trotskista.

Maurín, además, estaba casado con Jeanne, hermana de Boris Souvarine, un intelectua­l francés de origen ruso, fundador del partido comunista de su país, y también, como Maurín, uno de los primeros comunistas que rompieron con el Partido y denunciaro­n los crímenes de la URSS.

En esa y en sucesivas visitas, Maurín me contó su odisea, muy parecida a la del héroe de ficción de la película Casablanca. Le sorprendió el alzamiento de Franco (julio de 1936) en Galicia, adonde había acudido a dar varias charlas. Maurín era, junto a Nin, el fundador del Partido Obrero de Unificació­n Marxista, el POUM, internacio­nalmente célebre por el libro de George Orwell, Homenaje a Cataluña.

Su mujer, que lo amaba, y con quien tenía un hijo, Mario, lo dio por muerto, dado el silencio de Maurín y a los miles de crímenes ocurridos en los primeros tiempos del conflicto. Pasado el duelo, conoció a un periodista alemán que tenía pasaporte noruego y se enamoraron. Él era Willy Brandt, muchos años después sería alcalde de Berlín y Primer Ministro de Alemania.

Pero al fin llegó a manos de Jeanne, entonces en París, una carta de Maurín, firmada con otro nombre. Estaba vivo y ella lo amaba. Logró salir de Galicia, pero en Jaca (Huesca) la policía franquista lo identificó y lo apresaron. Jeanne movió cielo y tierra, primero, para que no lo fusilaran y, segundo, para que lo dejaran salir de la prisión y de España. Esto lo consiguió en 1947, año en que se reunieron en New York.

Ahí no terminan las vicisitude­s de la pareja, pero Maurín, a esas alturas un liberal anticomuni­sta, se da cuenta de la importanci­a de la batalla de ideas y se le ocurre mediar entre la prensa y los creadores con una agencia llamada ALA.

Me puso a prueba. Me pidió un par de artículos y desde entonces, hace medio siglo, semanalmen­te, escribo mis columnas. Ya ALA no existe, pero sin su ayuda e impulso no habría conseguido publicar miles de textos como este. Siempre he pensado que debía contar esta historia. Se lo debía a Maurín.

Le temía a los servicios soviéticos y quería cerciorars­e de que yo no era un asesino como Ramón Mercader.

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