INTERNAR CUESTA $ 50.000
GGG nes, Maldonado y San José para tratar la dependencia a las drogas. Cada uno tiene entre 18 y 25 camas de internación, pero también ofrecen tratamientos ambulatorios. El Vilardebó sirve de apoyo y, según datos del Ministerio de Salud Pública de 2017, al menos 90 camas de ese hospital psiquiátrico albergan pacientes con consumo problemático de sustancias. También hay un convenio con la institución Izcalí, que es privada y le alquila hasta 20 lugares simultáneos a ASSE. Una persona en rehabilitación le cuesta a la Administración central $ 50.000 por mes.
En términos económicos, atenderse en el sector público es lo más conveniente para alguien que quiere dejar las drogas. El mutualismo tiene la obligación de pagar hasta 30 días de internación por año, pero no todos logran desprenderse del vicio en ese tiempo. Una vez cumplido el plazo estipulado, los prestadores privados dejan de financiar los tratamientos y el gasto corre por cuenta del paciente. La rehabilitación particular cuesta al menos $ 45.000 por mes y puede requerir hasta cuatro meses de aislamiento. En ASSE, sin embargo, no hay límites establecidos y los usuarios tienen la seguridad de que recibirán atención hasta que un médico les dé el alta.
A través de sus distintos dispositivos, el Estado gastó US$ 2,6 millones en tratamientos en 2017. Con ese dinero alcanzó para internar a 518 personas y darles terapia ambulatoria a unas 2.000. Según cifras del Observatorio Uruguayo de Drogas de 2017, entre 9.500 y 14.500 uruguayos mayores de edad son adictos a la pasta base.
EN LAS CALLES. Es cierto, reconoce Juan Triaca: los esfuerzos todavía no son suficientes. El director de Salud Mental de ASSE admite que la Red Nacional de Drogas tiene “muchos agujeros y muy grandes”, pero hace hincapié en que mejoró en los últimos años.
El médico cree que el principal debe de la estrategia estatal tiene que ver con que no se logra captar a todos los consumidores, por lo que algunos ni siquiera se rehabilitan y otros reciben tratamientos no profesionales, como los que ofrecen las iglesias evangélicas. “Por supuesto que con más presupuesto y más especialistas estaríamos mejor, como en cualquier área. Pero lo que más tenemos que replantearnos es por qué nuestros dispositivos no resultan atractivos para todos”.
Los especialistas creen que hubo un cambio en el comportamiento de consumo y si bien la mayoría de los pacientes consulta por adicción a la pasta base, en el último tiempo hubo una baja en la incidencia de esa sustancia. Según Horacio Porciúncula, asesor en temas de salud mental del Ministerio de Salud Pública (MSP), aumentó la percepción de riesgo en torno a la droga que irrumpió con fuerza en 2002 —durante la peor crisis económica que atravesó el país—, por lo que “los nuevos adictos no quieren terminar como los que hace más tiempo que fuman”. Esto generó un aumento en el consumo de cocaína y la Junta Nacional de Drogas se apronta a realizar una investigación al respecto.
¿Es posible medir cuántas personas consumen pasta base? Porciúncula dice que “no cualquiera” la fuma y tiene razón. De hecho, el último estudio del Observatorio Uruguayo de Drogas lo confirma: son sobre todo hombres jóvenes, que se alejaron de forma temprana del sistema educativo, que no cuentan con una calificación mínima para acceder al mercado laboral y que tienen los recursos justos para vivir un día a la vez. El informe estima que son el 0,8% de los uruguayos (unas 28.000 personas).
Si bien la incidencia es baja, la pasta base tiene un costo social que preocupa. La rápida dependencia que genera, la violencia que despierta entre los adictos y la “sensación de que hay que conseguirla a toda costa” —explica Porciúncula— determina que se vuelvan peligrosos para los demás. Encontrarlos y rehabilitarlos es una prioridad de la Junta Nacional de Drogas, que en 2014 lanzó la Unidad Móvil de Atención (UMA) para atender a los consumidores que viven en la calle. Un equipo de especialistas recorre Montevideo en una camioneta, conversa con ellos y trata de generar confianza para convencerlos de empezar un tratamiento.
OFERTA QUE NO ALCANZA. En todo el país hay solo cuatro camas de desintoxicación, que están ubicadas en el hospital Maciel. Allí se interna a las personas en “situación de crisis”, que deben ser estabilizadas antes de empezar un tratamiento. Los médicos procuran que los adictos coman bien, descansen y preparen el cuerpo para los próximos meses de rehabilitación. La sala es nueva, se inauguró el año pasado y es compartida con los pacientes psiquiátricos. La jefa de la Unidad de Adicciones del Maciel, Virginia Esmoris, dice que al menos debería haber 12 camas destinadas a personas con consumo problemático. La escasa capacidad determina que los ingresos deban ser coordinados, ya que llega gente de todos los departamentos.
Además de la atención en las emergencias de todos los hospitales, el primer paso para iniciar los tratamientos son los centros Ciudadela. A estos lugares (a la derecha) (al centro) puede ir cualquiera —no es necesario ser usuario de ASSE— y se realizan los diagnósticos con derivación. En algunos casos es necesaria la internación, en otros se recomienda una rehabilitación ambulatoria, sobre todo cuando la persona tiene hijos. Esmoris explica que lo más importante es que los especialistas escuchen y no juzguen las historias. Además, los tiempos de espera para una próxima consulta nunca superan los siete días. “Antes demorábamos más y notábamos que la gente no volvía. Habían venido a pedir ayuda y los perdíamos en el camino”, cuenta la psicóloga.
¿Cuál es el siguiente paso? Los datos de la Junta Nacional de Drogas muestran que el 20% de los que piden ayuda deben ser aislados de forma temporal. A veces son llevados al centro Izcalí, que funciona en Palermo y tiene convenio con ASSE. Durante ese tratamiento participa la familia y el usuario puede dejarlo cuando quiera. El director de la institución, Miguel Hernández, cuenta que el proceso lleva un año: al principio hay cuatro meses de internación con salidas transitorias, luego van a pasar el día y terminan la rehabilitación con unas pocas reuniones por semana. En Izcalí hay lugares disponibles y las autoridades estatales les pidieron sumar camas a las 20 del acuerdo, pero esa idea quedó por el camino.
Todos los que empiezan un tratamiento esperan ser como Nadia, que hace cinco años no consume. No todos lo logran. De hecho, el 65% de las personas que fuman pasta base necesitan entre dos y cinco ingresos para rehabilitarse. Ella tampoco consiguió desprenderse de primera y sabe que siempre está a tiempo de volver a caer. Cuando sale de Beraca y ve gente drogándose, enseguida frena la marcha y se acerca a conversar. Les recomienda que pidan ayuda rápido, que no se dejen consumir por la adicción. En el fondo le hacen acordar a su “compañero de calle”, que a los cinco días de haber entrado al hogar decidió irse. Hace dos años lo mataron en un ajuste de cuentas.
El consumo de pasta base disminuyó en los últimos años, lo que favoreció la compra de cocaína.