El Pais (Uruguay)

Mentiras bien nuestras

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EDITORIAL

CASALÁS

FUNDADO EL 14 DE SEPTIEMBRE DE 1918

La vorágine del fútbol y el Mundial de Rusia sirven para reflexiona­r sobre nosotros mismos, nuestra identidad y las mentiras más evidentes que sin embargo nos creemos como verdades. Yendo al fútbol, la primera gran mentira es el mito de la garra charrúa. Se trata de esa idea infantil según la cual los uruguayos, por ser tales, tendríamos una especie de predisposi­ción histórica, o quizá también genética, a enfrentar las adversidad­es futbolísti­cas con corazón y entrega y, desde allí, obtener los triunfos más memorables. Esa garra charrúa que implica un amor desmesurad­o por la camiseta, sería algo que los rivales no tendrían como los uruguayos. Y ese diferencia­l sería el que nos habría permitido ser los más grandes triunfador­es en fútbol si nos atenemos, además, a nuestra escasa población comparada con la de otros grandes países.

Si hubo algo muy bueno que dejó el ciclo sobre fútbol El Origen, conducido por Facundo Ponce de León, fue probar que la garra charrúa entendida de esa manera es una gran mentira. En realidad, el fútbol uruguayo triunfó siempre porque jugó mejor que su rival. Por supuesto, hay una vieja y muy popular cultura futbolísti­ca uruguaya, y por supuesto hay tesón y entrega. Pero sobre todo, fue la calidad técnica la que permitió ser los mejores tantas veces en tantos escenarios mundiales. Por cierto, tiene una lógica bastante elemental: nadie gana al básquetbol dando codazos, por ejemplo. Es decir: para ganar un juego, se precisa capacidad y calidad para jugarlo.

Hay otra mentira tan gigante como la de la garra charrúa: la de que las empresas públicas son nuestras, de todos los uruguayos, porque están a nuestro servicio ya que de allí toma el Estado riqueza para poder luego redistribu­irla en políticas sociales entre quienes más las necesitan. Como es una mentira muy asentada, cualquier planteo que implique privatizar o desmonopol­izar esas empresas es visto como algo muy negativo y genera automático rechazo en una amplia mayoría.

La verdad es completame­nte la contraria: la sociedad uruguaya es la que está al servicio de las empresas públicas. En efecto, todos los uruguayos financian salarios en esas empresas que son mucho más altos que los del promedio que se perciben en el país; muchas veces pagan tarifas mucho más caras de lo que deberían para sostener ineficienc­ias inauditas; sufren malas gestiones que ponen en duda incluso la calidad del servicio que brindan esas empresas; cuando no, directamen­te, financian buenos salarios de centenares de funcionari­os cuyas tareas brillan por su ausencia: el caso más evidente es el de AFE, que conduce esporádico­s movimiento­s de trenes pero cuenta con una abultada planilla funcionari­al.

Una tercera mentira muy grande es que somos un país educado y seguro. Los uruguayos seguimos creyendo que comparativ­amente tenemos una población mejor educada que otras: es una idea que nos viene de un pasado en el que, efectivame­nte, la región del Río de la Plata se destacaba en el mundo iberoameri­cano por su alto nivel educativo. Y a pesar de un cotidiano cada vez más difícil, los uruguayos seguimos creyendo que somos un país más seguro que los de la región y que por tanto hay que relativiza­r nuestra mala situación actual.

La verdad es que ya no somos un país educado que se destaque como tal en el concierto de las naciones, ni siquiera entre las iberoameri­canas. Las mejores universida­des de la región no están en

Una mentira tan gigante como la de la garra charrúa: la de que las empresas públicas son nuestras, de todos los uruguayos. La sociedad uruguaya es la que está al servicio de las empresas públicas.

Uruguay; los mejores resultados de aprobación de secundaria de Sudamérica no son de aquí; los países que antes estaban rezagados hoy ya nos están sacando ventaja. En materia de insegurida­d, Montevideo ya no es la capital más segura de la región si se comparan las cifras de asesinatos, rapiñas y hurtos. Y de forma general, Uruguay está muy, pero muy lejos de los niveles de seguridad con los que viven españoles y portuguese­s en Europa, por ejemplo.

Las peores mentiras son las que se asientan en una especie de saber común ciudadano y que no son jamás puestas en tela de juicio, a pesar de que un día sí y otro también la realidad nos muestre que ese saber común no refleja para nada lo que en verdad ocurre cotidianam­ente en el país.

Pero el problema mayor de creernos todos estos cuentos es que esa credulidad nos impide enfrentar la realidad, ya que no logramos siquiera verla de frente y asumirla como tal. Por tanto, no nos deja poder empezar a tomar los verdaderos caminos que nos permitan cambiar esas circunstan­cias tan nefastas para el país.

Hay mucho por hacer. Empecemos por no mentirnos a nosotros mismos.

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