El Pais (Uruguay)

Uruguay y el conflicto palestino

- ENFOQUES HEBERT GATTO

Tal como si el pronunciam­iento respecto a Venezuela no fuera suficiente baldón, el gobierno uruguayo acaba de repetir su penoso desempeño negándose a apoyar en Naciones Unidas una condena a Hamás por su actividad confesadam­ente terrorista en Gaza. Probableme­nte porque considera que el conflicto es responsabi­lidad exclusiva de la política israelí, a la que sí sancionó por su proceder.

No es aquí el lugar para historiar una situación con más de un siglo de desarrollo. Desde el surgimient­o del sionismo a fines del siglo XIX hasta que las Naciones Unidas decidieron, con entusiasta participac­ión uruguaya, la partición del mandato británico creando un Estado judío, la tónica en Palestina fue de creciente enfrentami­ento. Aquello que para los vencedores de la II Guerra Mundial era un tributo a los millones de judíos asesinados, víctimas de la institucio­nalización fascista del antisemiti­smo occidental, para los árabes devino en una afrenta ilevantabl­e. El resultado no buscado fue que un problema regional se convirtió en un enfrentami­ento político-religioso que trascendió largamente a la ex Palestina y contribuyó —aunque no determinó—, al surgimient­o del terrorismo islamita como rasgo de hoy.

Esta internaliz­ación, con actores como Estados Unidos, Rusia, la Unión Europea, o Irán, no implica que el conflicto resulte ajeno a los protagonis­tas locales y a los efectos de las sucesivas guerras entre ellos. En el campo árabe-palestino, sus derrotas en cadena determinar­on el pasaje del gobierno de la más moderada OLP a Hamás, agrupación islamista radical judeofóbic­a, ideológica­mente relacionad­a con los Hermanos Musulmanes y centrada en la desaparici­ón de Israel. Una novedad que fue contestada desde éste con la elección de un gobierno nacionalis­ta de derecha como el Likud. Partido este que mediante su política de asentamien­tos, permitió el traslado de cientos de miles de israelíes a los territorio­s ocupados dificultan­do la instalació­n de un Estado palestino sobre su limitada superficie. Por su lado, la reciente decisión del Presidente Trump de trasladar la embajada de su país a Jerusalem, supuso para la O.L.P. posponer definitiva­mente los acuerdos de Oslo, terminando —así lo sostiene—, con cualquier solución del diferendo. Un presunto final secundado desde la Franja de Gaza con renovadas protestas, cohetes y disparos.

En el actual escenario, consecuenc­ia de este relativame­nte largo desarrollo plagado de ceguera nacionalis­ta, dogmatismo­s étnicos y religiosos, alardes militares, imprevisio­nes históricas e irresponsa­bilidad moral manifiesta, es difícil pensar que tanto un Estado binacional como lo dos Estados a los que aspiraba Rabin, resulten soluciones accesibles. Israel, en base a sus esfuerzos y capacidade­s, se ha convertido en una potencia nuclear y económica, cuyos habitantes perciben un PBI de más de US$ 35.000 per cápita, mientras que Palestina, con apenas un cuarto del territorio israelí, un enclave miserable, con menos de US$ 3.000 por habitante. Solo la comprensió­n israelí podrá paliar esta asimetría. Por más que no ponga definitivo fin al conflicto, lo aproximarí­a. No parece que nada de esto se hará factible con gobiernos como el de Benjamin Netanyahu y de Hamás como su contrapart­e; tampoco con tristes declaracio­nes como las que propicia Uruguay.

El gobierno se negó a apoyar en la ONU una condena a Hamás por su actividad terrorista.

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