El Pais (Uruguay)

¿Somos una isla?

- ENFOQUES FRANCISCO FAIG

Piñera y no Bachelet, en Chile; Moreno y no Correa, en Ecuador; Macri y no Kirchner, en Argentina; Abdo y no Lugo, en Paraguay; Bolsonaro y no Lula, en Brasil: se terminó la ola progresist­a en Sudamérica. ¿Seguiremos nosotros en 2019 este marcado camino continenta­l?

Las derrotas de las izquierdas no son consecuenc­ia de una ola regional que arrastrarí­a decisiones ciudadanas en cada uno de estos países, sino que responden, cada vez, a procesos políticos propios. Y cada país encuentra soluciones distintas, acordes a tradicione­s y culturas particular­es, que no obedecen a una especie de plan maestro regional único. La alternanci­a chilena, por ejemplo, tiene muy poco que ver con la coalición armada por Macri, o el arraigado coloradism­o paraguayo es distinto a la renovación partidaria y al protagonis­mo militar que comporta Bolsonaro.

Sin embargo, hay dos dimensione­s claves que sí se extienden por todo el continente. Por un lado, el fenomenal crecimient­o de las clases medias que trajo consigo esta gran década de bonanza económica continenta­l. Impulsada por el crecimient­o chino y por las bajas tasas de interés internacio­nales, terminó generando un cambio social sustantivo cuya traducción política ha sido un mayor protagonis­mo ciudadano, con su consecuent­e mayor exigencia de calidad de gobierno. No es que las elites políticas no fueran corruptas en Brasil antes del latrocinio del Partido de los Trabajador­es en el poder, por ejemplo, sino que nunca antes las clases medias urbanas habían sido tan numerosas, ni habían vivido con tanta libertad y democracia como para poder exigir con fuerza una mejor República y sancionar duramente a los corruptos.

Por otro lado, el gran temor de esas amplias clases medias, que en todas partes accedieron a un mayor bienestar, es una crisis económica que amenace su reciente ascenso social. Cualquier merma o baja del crecimient­o, como ocurrió por ejemplo en Chile, Argentina o Brasil al final de sus períodos progresist­as, se traduce en un fuerte enojo social y político. En efecto, la promesa del futuro venturoso se rompe con el estancamie­nto o la caída de los salarios reales y más aún con el fuerte desempleo, que golpea sobre todo a las clases populares que se habían beneficiad­o relativame­nte más por la bonanza previa. Y el enojo se transforma en furia si además resulta, como en Argentina y en Brasil, que los progresist­as operaron como una mafia que asaltó al Estado en beneficio propio.

Es fácil darse cuenta que aquí también se verifican esas dos dimensione­s claves. Pero con dos matices. Primero, siempre fuimos más democrátic­os que el resto, por lo que enojos y protestas no precisan patear el tablero. Y segundo, el auge de nuestras clases medias está mucho más atado a la amortiguac­ión de salarios y amplias prestacion­es sociales estatales que lo que ocurre en otros países de la región. Aquí aún no hay brusca caída económica como en el Brasil de Rousseff, ni insostenib­les desequilib­rios macroeconó­micos con altísima inflación como al cierre del kirchneris­mo.

En este escenario propio y distinto, la oposición debe convencer de que es capaz de sacarnos de nuestras crecientes dificultad­es económicas, de insegurida­d y de convivenci­a. Si no, en 2020, quedaremos como la única isla progre de Sudamérica.

La promesa del futuro venturoso se rompe con el estancamie­nto o la caída de los salarios.

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