Elecciones en Brasil
Si bien el epicentro del “terremoto Bolsanaro” es brasilero, sus ondas aún recorren el mundo. Si al fin este “outsider” venciera, se consagrará otro gran éxito para una derecha xenófoba, misógina y patriotera, ratificando un coletazo civilizatorio que, con sus particularidades, despertó hace unos años en Venezuela, Bolivia y Nicaragua, alcanzó Polonia y Hungría, rozó Francia y el norte europeo, se profundizó en Estados Unidos, llegó a Filipinas, y ahora, previo pasaje por Costa Rica, ya en plena potencia, alcanza a Brasil.
Estas reiteradas apariciones, pese a todo novedosas en este siglo XXI, suscitan distorsiones, cuando no clausuran el funcionamiento de varias democracias actuales, algunas de la relevancia de los Estados Unidos o Rusia. Ello evidencia que el populismo, un tipo de régimen político con escasa presencia en el pasado, ha conseguido una penetración que, de modo inédito, le permite identificarse tanto con la derecha como con la izquierda.
Por ello no se trata de una acabada formulación ideológica o de un modo específico de organizar la economía — tanto proteccionista como neoliberal—, sino de una forma de decir, organizar y actuar la política, mediante una relación directa entre el líder, que se atribuye cualidades mesiánicos, y “el pueblo”. Lo que supone, en ambas versiones, una degradación paulatina del valor de las instituciones (entre ellas, la separación de poderes) y una nula estimación de las minorías.
Para el populismo la política carece de determinaciones previas, de clase o culturales; al pueblo (una masa desconcertada frente a los desafíos de la modernidad) lo hace y lo guía el mandamás populista, mediante un discurso antisistema que repudia a políticos y partidos tradicionales. Ello habilita a que el régimen pueda apelar indistintamente a la pasada grandeza o a los desocupados del medio oeste, en el caso de la derecha a lo Trump, a la amenaza de los inmigrantes o a la apología de la raza, en la derecha polaca, húngara o italiana, y en todos ellos, a la negativa a la irrupción de valores liberales, como el feminismo o la diversidad sexual.
Por su lado, en el otro extramo del arco ideológico, la consigna es la consecución de un imposible socialismo anti imperialista pos marxista, despreciando en el camino garantías, derechos e instituciones demoliberales, como se propusieron Maduro, Correa u Ortega. Todos actualmente en desgracia. Igualmente puede facilitar su acceso la rampante corrupción de sus antecesores, desatada en Brasil, Argentina o Nicaragua. El denominador común de ambos populismos, es el rechazo la democracia liberal, a la que las dos variantes, con diferentes consignas, igualmente repudian.
Bolsonaro es un arquetípico populista de derecha que, acunado en esa tendencia global, apela a un discurso neofascista que, a fuerza de represión, promete limpiar al Brasil y devolverlo a un estado fuerte, carente de delincuentes, políticos y corruptos. A diferencia de otros populistas él pudo conseguir éxito electoral fácilmente, porque la indecencia del P.T. le allanó el camino, pero también porque la cultura política de su país siempre descreyó de los partidos políticos. Sólo eso explica que, en pocos días, muchos de sus votantes pudieran pasar, sin solución de continuidad, de Lula a Bolsonaro.
Por más que esa misma facilidad para acceder al poder redoble su peligrosidad.
A diferencia de otros populistas él pudo conseguir éxito electoral fácilmente.