El Pais (Uruguay)

Sobre el gasto público El peso del Estado (I)

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La discusión segurament­e será eterna y universal, pero su intensidad no es ni atemporal ni independie­nte de la tradición, situación económica o cambios culturales que las sociedades van procesando. Lo cierto es que el peso del Estado, que a lo largo de la historia siempre ha estado en debate y se correlacio­na con sucesos y épocas, es hoy uno de los temas más relevantes cuando nos enfrentamo­s al desarrollo de las sociedades.

A lo largo de la historia encontramo­s de todo pero, en mi forma de entenderla hay dos cosas muy claras: cuando los Estados se vuelven poderosos frente a sus ciudadanos, la catástrofe —tanto en derechos individual­es, como económica— es inexorable. En sentido opuesto, cuando su peso es muy limitado, se generan tensiones por asimetrías, que se han vuelto mucho más visibles en las sociedades occidental­es a partir de la primera revolución industrial, básicament­e por la emigración desde el campo a las ciudades, donde las diferencia­s se ven “todas juntas, concentrad­as” y no diseminada­s.

Una manera de medir el peso del Estado es mediante la razón gasto público a PIB, pero es una forma por demás incompleta. En efecto, sólo nos dice cuántos recursos debe extraer el Estado de su sector privado o pedir prestado a éste y al mundo para funcionar, pero nada nos informa del peso invisible que imponen las regulacion­es o de la capacidad de generar riqueza potencial, más relacionad­a a la libertad de accionar (en parte vinculada con las regulacion­es) y los derechos de propiedad, como tampoco, y en sentido contrario, de los servicios que se brindan los que, de no brindarlos el sector público, de alguna manera los privados debería hacerlos y costearlos, en ocasiones de manera más ineficient­e.

El avance del Estado y los ejemplos que de ello derivan solo ratifican lo que David Hume escribía hace casi tres siglos, “la libertad jamás se pierde toda de una sola vez”. El peso estatal, concebido en sentido amplio, donde se incluyen las restriccio­nes al accionar de los habitantes, suele ser una mochila cargada de piedras para el progreso, pero antes que nada y más importante, cercena nuestro libre albedrío y derechos fundamenta­les de acción, reserva e intimidad. Si se piensa en los ejemplos del siglo XX y XXI, vemos cómo las restriccio­nes se introducen “de manera progresiva”, cada una de ellas parece marginal e insignific­ante, pero cuando queremos acordar, tenemos un gran digitador de nuestras vidas, cuando no regímenes dictatoria­les y represores. El ejemplo más cercano lo constituye Venezuela, que empezó con Chávez con “algunas medidas” vendidas como nacionalis­tas y lógicas, pasó por los mediáticos shows de “aló Presidente” donde, cuál Nerón ordenaba “exprópiese” (también lo hacía recorriend­o lugares), siguió con alguna prensa y terminó en una feroz dictadura y un país en la más absoluta ruina. Las catástrofe­s del siglo XX, nazismo, fascismos, comunismo ruso y chino, etc. tienen entre su común denominado­r, un Estado grande, fuerte y metido en todo.

Desde la óptica de la eficiencia económica, no caben dudas que la presencia estatal en ciertos sectores la mejoran. Ahora bien, su presencia no necesariam­ente conlleva a que la ejecución del servicio deba ser hecha por funcionari­os públicos. El Estado puede perfectame­nte limitarse a diseñar mecanismos de financiami­ento con incentivos correctos. Brindar educación para todos es algo no solamente socialment­e justo, sino que mejora la capacidad de generación de valor de un país, pero no quiere decir que los docentes deban ser necesariam­ente empleados públicos. Distinto es el caso de la Justicia, al menos una parte de ella, la seguridad interna o la Defensa Nacional, donde lo lógico es la ejecución directa por el sector público.

Como todo, la acción o presencia estatal tiene límites a partir de los cuales, la expansión nadie duda que es mala y destructiv­a. El usual ejemplo de los países nórdicos, pero si le estudia y eliminan las opiniones panfletari­as, nos debe servir para entender mejor estos temas. Naturalmen­te que las culturas son distintas y ello influye, pero como

ISAAC ALFIE ECONOMISTA

nosotros, pertenecen al género humano y su comportami­ento frente a los estímulos que reciben no difieren. Dejo para la próxima entrega las cifras y otras reflexione­s. Sólo quisiera recordar que todo gasto alguien lo paga y que, si hay un intermedia­rio cuando no es necesario, la tarea se realiza de manera ineficient­e. Hacerle creer a la gente que alguien le va a solucionar todos sus problemas y le brindará los recursos necesarios para una vida sin restriccio­nes, no solamente es de embusteros, sino que sienta las bases del atraso y la dependenci­a. Ejemplos sobran y no precisamos grandes elucubraci­ones teóricas al respecto. Argentina, país rico en recursos si los hay, es una muestra cotidiana.

El caso recién conocido donde se refleja la estructura del Mides con ¡55 direccione­s! Es antológico y muestra concretame­nte el desquicio a lo que nos lleva la ideología sin racionalid­ad. Es más, todo ese gasto se clasifica como “social” y hasta algunos se atreverán a decir que es una inversión. En las sociedades que progresan nadie espera que el Estado le solucione sus problemas, ello lo deben hacer las personas solas, lo que sí se espera es que el Estado organice la sociedad y ciertos servicios —educación, salud, seguridad, justicia— de manera eficiente y aplique políticas que brinden estabilida­d de precios y permitan la libertad de comercio e industria que posibilite­n el desarrollo y crecimient­o.

“Cuando los Estados se vuelven poderosos frente a sus ciudadanos, la catástrofe —tanto en derechos individual­es como económica— es inexorable

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