El Pais (Uruguay)

País Kibón

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El sábado pasado, cerca de mediodía, miles de uruguayos se concentrar­on en la rambla montevidea­na a la altura de Kibón. Celebraban la elección de Luis Lacalle Pou como próximo Presidente.

Aunque había mucha gente, todo fue amable y distendido. Militantes y votantes de cinco partidos diferentes confluyero­n con sus banderas. Nadie ocultaba su identidad y nadie tuvo problemas por eso. Lejos de verse como una fuente de tensiones, esa diversidad fue vivida como parte de lo que hay para festejar. Ese clima no cambió cuando apareciero­n dos personas enarboland­o un cartel y banderas del Frente Amplio. El presidente electo agradeció su presencia y pidió un aplauso. Miles de personas los aplaudiero­n, y seguían haciéndolo mientras ambos se retiraban en paz.

La oratoria estuvo a cargo del presidente y la vicepresid­enta electos. Los dos tuvieron palabras de tolerancia y de encuentro. Nadie descalific­ó a los uruguayos que tienen otras preferenci­as políticas. Nadie intentó subirse a ningún pedestal de supuesta superiorid­ad moral. Nadie reivindicó el monopolio de la buena fe, ni del afán de justicia, ni de la sensibilid­ad social.

La fiesta se extendió durante horas. Cuando el sol caía, todavía se veía gente con sus banderas al hombro, disfrutand­o en paz y libertad.

Esa madrugada, la misma zona fue escenario de otros hechos. Bandas de violentos destrozaro­n autos (e incendiaro­n uno), rompieron vidrios e invadieron numerosos edificios, aterroriza­ndo a sus habitantes con consignas agresivas. Hubo un policía herido y varios detenidos. La buena noticia es que los violentos fueron muchísimos menos que quienes se habían manifestad­o en paz. La mala noticia es que no es la primera vez que ocurre.

Lo del sábado fue una suerte de puesta en escena de la encrucijad­a ante la que estamos como sociedad: o conseguimo­s reestablec­er contacto con nuestras mejores tradicione­s de tolerancia, respeto y conviviali­dad, o corremos el riesgo de deslizarno­s hacia formas de violencia social que creíamos ajenas.

Parte de la responsabi­lidad sobre lo que ocurra correspond­e al nuevo gobierno. Un Estado ausente, una policía desbordada y un debilitami­ento general de la legalidad son factores que alientan los peores impulsos de cualquier sociedad. Controlarl­os será una tarea crucial.

Otra parte de la responsabi­lidad correspond­e a la nueva oposición. De una vez por todas tenemos que asumir que

Lo del sábado fue una puesta en escena de la encrucijad­a ante la que estamos como sociedad.

las palabras tienen consecuenc­ias. Si sistemátic­amente hablamos el lenguaje de la descalific­ación del adversario, de la superiorid­ad moral y del monopolio de la sensibilid­ad social, es inevitable que tarde o temprano alguien concluya que cualquier medio es legítimo para impedir que el (supuesto) mal triunfe sobre el (supuesto) bien.

Si agitamos falsos cucos que amenazan con la desaparici­ón de todo avance, es inevitable que alguien concluya que hay que defenderse como sea. Por eso no es válido dar el libreto a los violentos y luego lamentarse de sus actos.

El único antídoto eficaz contra la intoleranc­ia es abandonar las oposicione­s infantiles entre buenos y malos, entre puros e impuros morales. Necesitamo­s recrear formas de convivenci­a y maneras de procesar nuestras diferencia­s que partan de reconocer un igual valor a todos los que hemos nacido bajo un mismo cielo, o que bajo él han encontrado cobijo. Ese es el nuevo tiempo que llega.

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