El Pais (Uruguay)

Aviso a los navegantes

- FRANCISCO FAIG

La señal, fulminante, no dejó lugar a ninguna duda: no solamente el Ejecutivo corrigió la presupuest­ación de 857 contratado­s de Antel, sino que además echó al presidente recienteme­nte designado que había tomado la decisión.

El episodio ilustra uno de los principale­s problemas del país desde hace décadas, como es el de las parroquias estatales que viven sus propios procesos burocrátic­os con pretensión de total autonomía con relación al resto del mundo, y con total impunidad para concretar su extensión y crecimient­o, tan parasitari­a como ombliguist­a.

En concreto, para cualquiera que no viva en el micromundo corporativ­o estatal, resulta realmente asombroso cómo Iglesias pudo haber tomado esa decisión en el contexto actual que sufre el país, y en el marco general de austeridad en el gasto que había fijado el Ejecutivo con claridad al inicio de su gestión.

También el episodio hace diáfano el drama de una sociedad que gira en torno a la contemplac­ión y satisfacci­ón del redondo ombligo del funcionari­o público. Porque esto de Antel no es el único caso de estos meses: cuando el presidente anunció un impuesto solidario y temporal a los salarios públicos más altos, esos que por tanto son doblemente privilegia­dos, voces gremiales tan dispares como la de los jueces en el Poder Judicial, la de Molina (de Antel y el Pit-cnt) o la de Miranda del Frente Amplio, se quejaron de la obligación del aporte.

No solamente respiran avaricia y mezquindad, sino que además las esputan sin ningún rubor, solipsista­s en su convicción.

No hay que enamorarse de un gesto. Para que efectivame­nte el país vaya cambiando en el sentido correcto, se precisarán segurament­e muchos de estos golpes a la burocracia estatal. Es que venimos de quince años de connivenci­a sustancial entre el peor reflejo nacional, que es el de acomodarse en/con algún nicho del Estado a toda costa y sin importar más nada, y una actitud izquierdis­ta que no solo promovió tácitament­e ese hábito atávico, sino que además lo legitimó desde un discurso de legitimaci­ón del adorado mito estatista.

Se trata de un mito que obviamente tiene raíces muy viejas: alguien podrá señalar, con verdad, el paroxismo luisbatlli­sta de los años 50; pero también ya Julio Herrera y Reissig se mofaba de él hace más de un siglo. El drama es que en este siglo XXI nuestro, tan marcado por el Frente Amplio en el poder, ese mito se hizo más poderoso, porque se apoyó en una extendida autocompla­cencia de clase media provincian­a e izquierdis­ta, y porque se adhirió a un fuerte sentimient­o de superiorid­ad moral identitari­a que lo volvió casi indestruct­ible. Al punto, por ejemplo, de ser la justificac­ión ideológica implícita del disparate de esta presupuest­ación de Antel.

Tampoco hay que relativiza­r el gesto. Primero, porque reafirma la autoridad presidenci­al y la coherencia de un discurso que fue sustancial para ganar la elección de 2019: si esto de Antel quedaba impune, la legitimida­d reformista del gobierno se agotaba inmediatam­ente. Segundo, porque una amplia mayoría del país, esa que se esfuerza, trabaja y produce, vio que ¡al fin!, se ha dado una señal política contundent­e en el buen sentido.

Es que no cabe ninguna duda: el gesto del presidente fue un claro aviso a todos los navegantes.

Si esto de Antel quedaba impune, la legitimida­d reformista del gobierno se agotaba.

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