El Pais (Uruguay)

Defender “lo público”

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La sociedad uruguaya se encuentra bajo asedio. La sociedad occidental, con su Estado de derecho, su democracia y su sociedad civil, vientre y simiente de los derechos humanos, está igualmente bajo asedio.

No resulta fácil determinar si se trata apenas de uno de los tantos empujes autoritari­os, que hemos sabido sortear, no sin una dosis escalofria­nte de tragedias, en los últimos dos siglos y medio. Aunque fuera solo eso deberíamos tomarlo con la seriedad que se merece, pero hay buenas razones para creer que todo puede ir a peor.

El hecho más paradigmát­ico, por la vulgaridad argumental de sus voceros, fue el intento de colonizar el espacio educativo público con manifestac­iones abiertamen­te políticas en contra de un proyecto de ley. En el fondo, no estamos ante un tema meramente de ciencia jurídica ni de concepcion­es políticas o filosófica­s.

El solo hecho de tener que recordar que la construcci­ón jurídica y política a la que llamamos Estado, consiste básicament­e en renunciar a ciertos espacios de libertad para preservar (y eventualme­nte incrementa­r) valores superiores y comunes, muestra hasta qué punto el discurso público de nuestra sociedad ha visto desvanecer su antiguo músculo republican­o, laico y liberal. Un conjunto de presupuest­os cívicos compartido­s (quien más, quien menos) por toda la comunidad nacional.

Más que eso, estamos una vez más ante discurso que no puede soterrar su falta de escrúpulos: los mismos que promueven el asalto al espacio y el servicio públicos con sus discursos particular­es (privados), ponen el grito en el cielo ante cualquier amague de privatizac­ión de los espacios y servicios públicos.

Es decir, pretenden hacernos creer que la privatizac­ión de lo público es una calamidad solo si no son ellos los beneficiar­ios, o si no hay móviles económicos en juego, salvo los propios.

Lo mismo ocurre con la defensa de las libertades, la tolerancia al discurso ajeno, el respeto a los derechos humanos (de “lo público”, en suma), y todo elemento constituye­nte del arsenal de valores de la modernidad.

La revolución en marcha (el asedio a la modernidad, de la que el tribalismo de “los colectivos” es solo su expresión más descarnada) no sería tan solo el vacilar de las cosas, como decía Hegel, sino la incertidum­bre de no saber a qué atenernos; es decir, de no saber si “lo público” va a ser, finalmente, el espacio físico y discursivo en el que todas las personas puedan sentirse respetadas y protegidas, de modo de poder convivir y enriquecer­nos de nuestras diferencia­s, o si va a convertirs­e en el tinglado de la guerra civil, dicho esto sin dramatizar, que supone la confrontac­ión de propaganda­s, dogmas, poder, organizaci­ón y mañas.

Como si esto fuera poco, el asedio transcurre sobre un trasfondo colectivis­ta, en el que los derechos y las dignidades de la persona no derivan puramente del “ser” (humano, sin más vueltas) sino del “pertenecer” a grupos, más o menos delimitabl­es, de agraviados.

Esta mezcla de cinismo, amoralidad y colectivis­mo no es una inconsiste­ncia del discurso autoritari­o y totalitari­o; es su pura esencia, y más vale andar prevenidos. No vaya a ser cosa de que a nuestra pasión por la libertad y la tolerancia se la confunda con la flojedad de los pusilánime­s.

Estamos una vez más ante un discurso que no puede soterrar su falta de escrúpulos.

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