El Pais (Uruguay)

El Estado y la Democracia

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Los tiempos que corren (y que nos corren), tienen algunas caracterís­ticas distintiva­s. Quizás, si las tomamos aisladamen­te, ninguna nos parezca muy novedosa, pero el conjunto sí lo es.

Empecemos por el fenómeno del desplazami­ento de actividade­s desde países del primer mundo hacia otros, básicament­e asiáticos, con las secuelas de empobrecim­iento y hasta vaciamient­o territoria­l en los primeros y crecimient­o económico en grandes sectores de las poblacione­s en los países receptores. La tan mentada globalizac­ión., que tanto calienta a Trump.

Eso ha agudizado estridente­mente un clamor, principalm­ente en Occidente, que ya se había iniciado con las crisis financiera­s, contra lo que se percibe como un enorme agrandamie­nto de la brecha económica y social.

Aunque no vinculado causalment­e a los anteriores factores, es propio de nuestros tiempos —nuevamente, más en Occidente— el aumento del gasto estatal hasta niveles difíciles de sostener (ciertament­e, difíciles de ser aceptados por las sociedades), con su corolario de altísimos volúmenes de deuda. Muchas sociedades simplement­e han optado por hipotecar el futuro económico de sus generacion­es jóvenes. Digresión: a los jubilados les llevó un tiempo darse cuenta que los estaban currando con la inflación. ¿Llegará el momento en que los jóvenes se desayunen de que les están gastando hoy su plata? ¿Que cuando un ministro de economía dice que está feliz porque su país puede colocar toda la deuda que quiera, lo que está diciendo es que le va a pasar bruta cuenta a sus hijos y nietos?

En paralelo, por una serie de factores, que no hay espacio para describir adecuadame­nte, las democracia­s, que deben lidiar con los problemas del mundo moderno, se han ido complejiza­ndo, asumiendo más y más responsabi­lidades, con la consecuenc­ia de alejarse con igual progresión de la atención y la apreciació­n de los gobernados. Cada vez hay más incomprens­ión e insatisfac­ción con la Democracia. Los afectos se redirigen hacia otros “valores”: el populismo, el nacionalis­mo, el fundamenta­lismo.

Siempre es más claro saber contra qué estamos que a favor de qué. No hay necesidad (ni lugar) de matices en la aversión o el odio.

Desde hace ya muchas décadas, en la mayoría de las democracia­s del mundo (y la totalidad de los países que salieron del socialismo real), el Estado ha dejado de ser la herramient­a de la Democracia para ir al encuentro de los reclamos de la gente.

Hay un proceso de rendimient­os decrecient­es de las maquinaria­s estatales que los cambios políticos no consiguen revertir. Los estados cada vez solucionan menos los problemas de la gente, a la vez de sumarle nuevos problemas.

Como resultante de todo lo anterior, las clases medias se sienten crecientem­ente desafectas con la Democracia. Es muy revelador que las erupciones sociales violentas de los últimos tiempos (indignados, chalecos amarillos, Chile, Ecuador, etc.) no son protagoniz­adas por las clases populares, sino por las capas intermedia­s. Y desde Aristótele­s, se sabe que la clase media es el fundamento básico de la Democracia.

Desde la izquierda se apunta a la globalizac­ión como la causa de estos males. Globalizac­ión que, además, es vista como hija del neoliberal­ismo, entre cuyas metas siniestras estaría la eliminació­n de la clase media. Sin embargo, no es absurdo pensar que la globalizac­ión, si bien precisa de la libertad, es en realidad una reacción frente a los efectos del llamado Estado de Bienestar. El empresario de Detroit no se toma todo el trabajo implícito en derivar parte de su producción a China por pruritos liberales. Lo hace por una elemental cuestión de costos.

No olvidar, por otra parte, que el liberalism­o (por lo menos el clásico) fue siempre la filosofía de la clase media. Adam Smith no fue el defensor de los ricos sino de los consumidor­es.

Pero, volviendo al tema, las preguntas que se están planteando son muy básicas (y bastante aterradora­s): ¿estamos ante el fin del Estado de Bienestar? ¿Y el fin de la Democracia?

Esperemos que no. Probableme­nte no. Pero solo si se consigue adaptar ambos a los tiempos. No someterlos, como quieren los líderes populistas y fundamenta­listas. Pero sí hay que reconocer que no basta con un cambio de aceite.

Por último, el grueso de la gente no distingue al Estado de la Democracia. Los ve como una sola entidad y por eso se calienta con la Democracia por los desastres del Estado. No son lo mismo y cuanto antes caigamos en la cuenta de ello, mejor. La cosa ha llegado a un punto en que, para salvar a la Democracia hay que operar al Estado.

El Estado ha dejado de ser la herramient­a de la Democracia para ir al encuentro de los reclamos de la gente.

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