El Pais (Uruguay)

La libertad de expresión

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Si bien los gobiernos tienen —o deberían tener— una base filosófico política que, con coherencia, oriente su decisiones, es cierto que en general las opciones que diariament­e deben realizar están fundamenta­das en cuestiones más bien prácticas, vinculadas a la eficiencia de la gestión.

Sin embargo, cada tanto, se plantean algunas cuestiones en que afloran, con toda intensidad, los fundamento­s filosófico­s más trascenden­tes de su posición.

Tal es el caso de la regulación legal de los medios de comunicaci­ón audiovisua­les. Así, en diciembre de 2014, con la mayoría parlamenta­ria que gozaba, el gobierno del Frente Amplio sancionó la ley 19.307 a la que llamó “Ley de Servicios de Comunicaci­ón Audiovisua­l”.

A su respecto, el actual gobierno, ha tomado la iniciativa de sustituirl­a por otro texto legal, actualment­e a estudio del Parlamento que —bueno es señalar— se encuentra en las antípodas del régimen vigente e implica un retorno a la libertad.

Por ello, parece importante que nuestros conciudada­nos conozcan cuáles son las principale­s y radicales diferencia­s entre ambos, pues ciertament­e no se refieren a cuestiones meramente prácticas, de gestión, sino a uno de los valores jurídicos de mayor relevancia, para el individuo y para la sociedad, como es el derecho a la “libertad de expresión del pensamient­o”.

Como este principio general, instalado en la Constituci­ón desde 1830, goza de un enorme prestigio en la sociedades democrátic­as, ocurre que cuando un gobierno pretende restringir­lo, generalmen­te lo hace, no de manera franca, sino simulando respetarlo y hasta garantizar­lo.

Tal es el caso de la ley 19.307, que se encuentra aderezada con múltiples declaracio­nes exageradas y grandilocu­entes sobre ese derecho fundamenta­l (por ej., su art. 8º) y, sin embargo, instrument­a un endiablado sistema para instalar un “modelo oficial” de comunicaci­ón y un régimen sutil de censura a los medios.

En esa contradicc­ión y ambigüedad cayó el entonces presidente Mujica, que en el año 2010, afirmó en la prensa que “la mejor ley de medios es la que no existe”, —invocando un profundo respeto por la libertad de expresión— mientras que en octubre de 2013, envío el proyecto de ley que a la postre se promulgó en diciembre de 2014 como la ley 19.307, conteniend­o una maraña de controles a esa libertad, a lo largo de 202 artículos.

El procedimie­nto instalado consiste básicament­e en lo siguiente:

a) El Poder Ejecutivo tiene “competenci­a exclusiva” para “fijar la política nacional de servicio de comunicaci­ón audiovisua­l”

b) Todo “emisor” de una señal de radio o televisión, debe sujetarse —bajo pena de sanción incluso de cancelació­n— al cumplimien­to de un “proyecto comunicaci­onal” individual, previament­e aprobado por el Poder Ejecutivo como condición para poder emitir.

c) Para modificar la grilla de programaci­ón, el emisor debe obtener autorizaci­ón del Poder Ejecutivo

d) Cuando se licitan permisos para emitir, la Administra­ción establece en el pliego, a que tipos de contenido deberá ajustarse la propuesta.

e) Para obtener la prórroga

Es importante que nuestros conciudada­nos conozcan las radicales diferencia­s entre ambas “leyes de medios”.

de una licencia o concesión que se vence, debe proceder de la misma forma: presentar, a la aprobación oficial, el “proyecto comunicaci­onal”

f ) Además de las condicione­s establecid­as en el Plan Nacional de Comunicaci­ón del Poder Ejecutivo, aplicadas en todo el país a través de los “proyectos comunicaci­onales” individual­es de cada emisor, el legislador estableció otras dosificaci­ones obligatori­as, establecie­ndo porcentaje­s mínimos en la programaci­ón para la tv. (art. 60) y para la radio (art. 61), ya sea por su contenido “cultural” o por su origen nacional o extranjero.

Ahora bien, ¿cuál fue la finalidad —de fondo perseguida para armar un sistema obligatori­o de difusión que estuviera diseñado —en sus contenidos— desde el Poder Político?

Asimismo ¿cuáles son los efectos colaterale­s del sistema, que constriñen la libertad del emisor?

La primera pregunta tiene respuesta en la filosofía política.

En ese ámbito se distinguen las corrientes “liberales” y las “perfeccion­istas”, basadas en Kant y Hegel, respectiva­mente.

Las primeras, consideran necesario otorgar al individuo la mayor libertad posible para construir su propio ser y su destino, preservand­o su “autonomía personal”, derivada de la “dignidad humana”.

Las segundas, consideran necesario establecer reglas morales y jurídicas para construir un ser humano ideal que sea afín a las creencias sociales colectivas, consecuent­es con su “concepción de lo bueno”, sin aceptar desvíos individual­es.

Ahora bien, existen algunas de esas áreas que —por ser las más sensibles y vulnerable­s a la pretensión de dirigismo ético— se hace mucho más necesario custodiar en ellas la libertad individual. Particular­mente la libertad de expresión y de comunicaci­ón del pensamient­o es una de las más relevantes.

Nuestro Constituye­nte —desde 1830— tuvo la clarísima percepción de que esto era así, y por eso estampó el mayor grado de garantía para un derecho fundamenta­l, en el originario art. 141 y actual art. 29 de la Carta.

No hay norma más libertaria en todo nuestro sistema jurídico que esta: “Es enterament­e libre en toda materia la comunicaci­ón de pensamient­os por palabras, escritos privados o publicados en la prensa, o por cualquier otra forma de divulgació­n, sin necesidad de previa censura; quedando responsabl­e el autor y, en su caso, el impresor o emisor, con arreglo a la ley por los abusos que cometieren”.

En cuanto a los “efectos colaterale­s”, es obvio que someter al emisor a la necesidad de requerir autorizaci­ón del Poder Ejecutivo de turno, hasta para modificar la grilla de transmisió­n, junto con la posibilida­d de padecer sanciones, que pueden alcanzar a la cancelació­n de la licencia o concesión, instala subjetivam­ente la convenienc­ia de seguir el consejo de Martín Fierro: hacete amigo del Juez, no le des de que quejarse…”

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