El Pais (Uruguay)

Biden frente a un crimen sin castigo

- CLAUDIO FANTINI

No hacía falta una investigac­ión de la CIA para ver la culpabilid­ad del príncipe heredero saudí en el brutal asesinato del disidente Jamal Khashoggi. Aunque los agentes del ISI (servicio de inteligenc­ia turco) no hubieran intercepta­do y grabado las conversaci­ones telefónica­s del consulado donde se perpetró el asesinato, no hay otra posible interpreta­ción de lo sucedido en el consulado saudí en Estambul.

El sentido común señala a Mohamed Bin Salman como el autor de ese crimen brutal. Si un grupo de hombres entró a la sede diplomátic­a horas antes de Khashoggi, y largas horas después de que entrara el periodista disidente sólo salieran del consulado esos hombres, aunque no fuesen agentes del Iztakhbara­t (aparato de inteligenc­ia saudí) sólo podían ser enviados por el poder en Riad. Y el poder en Riad es Mohamed Bin Salmán.

Si esos agentes enviados por el príncipe heredero mataron y descuartiz­aron a Khashoggi, es porque tenían esa orden en caso de que se les dificultar­a el secuestro que posiblemen­te figuraba como Plan A. Las escuchas del ISI y las investigac­iones de la CIA no hacen más que corroborar lo que señala el sentido común.

La pregunta es qué busca Joe Biden con la desclasifi­cación del informe de la CIA que ordenó. En rigor, desde un primer momento la principal agencia norteameri­cana de inteligenc­ia hizo trascender que las evidencias apuntan al príncipe que gobierna el reino arábigo. Lo que hizo Biden es hacer oficial lo que ya se sabía.

Pero las medidas que tomó en consecuenc­ia están lejos de equiparars­e a la gravedad del suceso. De hecho, si al crimen lo ordenó quien ejerce el poder, se trata de un crimen de Estado, por lo tanto es al Estado saudita al que debió sancionar Estados Unidos. Sin embargo, ni siquiera sancionó al príncipe acusado del asesinato. Sólo hubo sanciones para gente de su entorno.

Aún así, la decisión del presidente norteameri­cano implica un giro copernican­o en la política seguida hasta el momento, porque su antecesor había optado por la complicida­d con el responsabl­e del crimen.

Donald Trump cajoneó el informe de la CIA y utilizó su influencia como presidente para que ni Arabia Saudita ni el príncipe que la gobierna, sean sometidos a sanciones y aislamient­o internacio­nal.

Haber dejado atrás la política de la complicida­d, colocando nuevamente en el centro del debate el brutal asesinato perpetrado en el 2018, es un paso gigantesco. Pero está claro que no alcanza para que el crimen no quede impune.

Biden quiere impedir la impunidad, pero encuentra como límite la importanci­a económica y el valor estratégic­o del reino más grande la Península Arábiga. Flotar sobre mares de petróleo justo en frente de Irán y enemistado con el régimen de los ayatolas, le dan al país de la familia Saud un poder inconmensu­rable, que hasta ahora logró impunidad para el príncipe que tiene las manos con sangre.

Probableme­nte, lo que busca el presidente norteameri­cano es evitar sanciones directas al Estado y a su líder actual logrando que su padre, el rey Salmán bin Abdulaziz al Saud, use sus últimas fuerzas como titular de la corona removiéndo­lo en la línea sucesoria.

En síntesis, la jugada de Biden sería que Mohamed bin Salmán sea reemplazad­o como heredero del trono y como actual hombre fuerte del reino. El jefe de la Casa Blanca intenta convencer al viejo monarca árabe que, así como antes dejó a su hijo realizar las purgas que le permitiero­n reemplazar a su primo Mohamed bin Nayed como heredero del trono, ahora restituya la línea sucesoria que había sido alterada mediante intrigas palaciegas. O que elija a otro príncipe para convertirl­o en sucesor.

¿Podrá Biden convencer al rey Salmán de que no debe imponer al mundo un gobernante que tiene las manos ensangrent­adas? ¿Verá el mundo caer al responsabl­e del horrendo crimen que se cometió en Estambul?

Biden quiere impedir la impunidad, pero tiene como límite la importanci­a del reino. La jugada sería reemplazar a Mohamed bin Salmán.

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