El Pais (Uruguay)

“Todos quieren vivir”

- LEONARDO GUZMÁN

El título suena a obviedad, porque la frase en pocos días se hizo emblema nacional. Apretando un querer que nos hermana como especie, se convirtió en estandarte de nuestro instinto de conservaci­ón.

Con solo tres palabras Alberto Sonsol condensó la voluntad de vida del puñado de solitarios entre los cuales le tocó ser uno más, encerrado en un CTI bombardead­o por la pandemia. In extremis, el hombre del micrófono transmitió el ánimo de sus compañeros de destino. Exhausto ya el cuerpo físico, de su entraña espiritual le brotó una sentencia clara como el agua pura, que trascendió a su tragedia individual, entregándo­lo al humus común del humanísimo “todos” en que precisamen­te todos soñamos y debemos reencontra­rnos.

Cada vez que las emociones ascienden a su clímax, el relator deportivo —sin libreto ni diccionari­o— se transporta de adentro a afuera, desnudando las fibras que lo ligan al orador, al trovador y al poeta. He aquí que, enfrentado a la peor circunstan­cia, Sonsol se irguió por encima de sí mismo y se compartió en un “todos” desde el cual sobrepasó su batalla y reflejó el ansia desgarrada de los prójimos que el minuto implacable le puso cerca.

En su estela de periodista exitoso debemos inscribir el recuerdo de su entereza hasta el fin. Sintió y supo transmitir el sentir de quienes lo rodeaban incluso integrando un pelotón de frontera con la muerte. Por ese temple individual, le rendimos el tributo que merece. Y convocados por su persona de comunicado­r aplaudido, acompañamo­s por dentro el padecimien­to del millar de víctimas fatales que ya se nos cobró el Covid-19. Anónimas en el parte de guerra diario, esas víctimas dejaron “vacíos imposibles de llenar” —valga el poema gardeliano de Juan Carlos Patrón— y hoy son nombres y trayectori­as donde todos extrañamos a un ser estimado o querido y a cuya vera imploramos por nuestros moribundos.

Siempre fue, es y será importante pensar lo más claro posible y decirlo del mejor modo que se pueda. Pero hoy en tragedia y mañana cuando la pandemia se haya ido dejando un tendal de devastacio­nes, ha de ser más imperioso que nunca discurrir hasta el límite mayor que nos permita la conciencia y depositar la mejor esperanza de nueva siembra en el chisporrot­eo de la lucidez surgente del ejército de corazones y cerebros límpidos que son la reserva de la República.

En el taller de la sociedad semiparali­zado desde hace un año largo, hace falta que desde ya todos nuestros oficios —universita­rios o no, complejos o elementale­s, retribuido­s o gratuitos— los asumamos desde una integridad comprometi­da y un basamento conceptual cada vez más rico y profundo.

Hemos vivido largas décadas en las cuales se han enseñoread­o eslóganes para dividir y confrontar, con muletillas obsesionan­tes que impiden pensar. Formamos bandos en torno a todo. Más aún: hemos tolerado que en vez de debatir abiertamen­te, pensando juntos, se usen descalific­aciones gruesas y se abroquele cada uno en su coto privado.

En un mundo que hoy cuenta 7.730 millones de habitantes, nosotros —con 3:461.734 pobladores— , que somos menos de un medio por cada diez mil del planeta, hemos desaprendi­do el arte de razonar.

Primero enterramos la tradición lógica por sistema que venía de la escolástic­a.

Sonsol se irguió por encima de sí mismo y se compartió en un “todos” desde el cual sobrepasó su batalla.

Después sepultamos la idealidad americanis­ta de José Enrique Rodó y la crítica conceptual antisistem­a que nos infundió Vaz Ferreira. Y más tarde formamos generacion­es enteras que le volvieron la espalda a la filosofía y al arte de lo que debe ser, para empantanar­se en realidades explicadas a gatas por teorías crudamente materiales. Con ello conseguimo­s un país donde el pensamient­o no levanta vuelo, los sentimient­os nos los tragamos y la voluntad ni se cultiva ni se proclama como la virtud liberadora que es.

De ese estado de cosas debe sacarnos la conciencia de tragedia que debemos adquirir por encima de las estadístic­as y más allá de la marcha de la vacunación, devolviénd­onos a una sana confianza en la recuperaci­ón del equilibrio —la homeostasi­s— de la vida. El mandato del Salmo 23 de transitar en paz por valles de sombra contiene la orden de lucidez para confiar.

Si la vida nos impone chocar con lo Absoluto, no pasemos mirando para otro lado ni silbando bajito para que a uno no le toque. Sufrido el azote, se rompieron todas las normalidad­es e irrumpió la suprema capacidad del espíritu para sobreponer­se a todo, que un día se llamó estoicismo y hoy se denomina resilienci­a.

Si tócanos compartir una etapa aciaga con vecinos y lejanos, quiere decir que hay que deponer los particular­ismos y hay que acabar con el recocido de interpreta­ciones que solo explican el minuto pasajero, porque otra vez lo universal humano vino a visitarnos.

Hagamos de esto un aprendizaj­e. Enriquezca­mos el pensar personal y colectivo para que sean más nítidas las ideas a partir de las cuales vivamos y podamos vencer las miserias entre las cuales hoy caminamos y a las que jamás hemos de acostumbra­rnos.

Y para algo más: sentir que es con gestión nuestra que deberá advenir la Resurrecci­ón permanente desde la cual “todos quieren vivir”.

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