El Pais (Uruguay)

Atilio Arrillaga Safons

- Ariel Pereira | Montevideo

Por la verdad histórica.

En estos días, se cumple un año más de la desaparici­ón física del Senador Atilio Arrillaga

Safons, ocurrida en 1956, en plena sesión del Directorio del Partido Nacional. Presidía el Dr. Don Martín R. Echegoyen, a su lado el Dr. Luis Alberto de Herrera y en Secretaría Manuel Sánchez Morales.

Eran los buenos tiempos en que el Dr. Herrera —al decir del Dr. Duvimioso Terra— "nos abrió las puertas del Directorio" y pudimos asistir a las deliberaci­ones de los dirigentes del partido.

Yo estaba allí el día que partió Atilio.

Él había hecho uso de la palabra y a los pocos minutos se inclinó sobre Don Dionisio Coronel que estaba a su lado y quedó inmóvil. Inmediatam­ente lo atendieron el Dr. Collazo, el Dr. Olivera Ubios y otro médico cuyo nombre no recuerdo. Manolo hizo desalojar la Sala y nos ubicamos en el pasillo en las puertas.

Observé cuando Herrera — que estuvo siempre a su lado— dispuso ubicar el cuerpo encima de la mesa del Directorio y cuando tomaba su pañuelo blanco del bolsillo del saco y lo anudaba encima de la cabeza, levantando el mentón y luego en silencio, por varios minutos tuvo su mano sobre la frente del camarada muerto.

A continuaci­ón se estuvo a la espera de la llegada de Palito (su hijo) y de Duvimioso (su hermano) para que con el Directorio de pie, se le rindiera el merecido homenaje, con la palabra de varios oradores.

Luego llegó el P. Elizalde. Estábamos conmovidos y con profundo respeto fuimos circulando de manera que pudiéramos, por unos instantes, estar muy cerca del compañero líder de la gloriosa Lista 4, fiel a Herrera, por la que había luchado hasta aquel momento.

¿Por qué escribo esto y trato de hacer memoria y ser fiel en los detalles?... Porque un amigo blanco —quiero pensar que mal informado— en un libro que publicara, trata este episodio conmovedor livianamen­te, falseando la realidad con un lenguaje impropio, revelando su animadvers­ión al Dr. Herrera. Me dolió mucho. No lo olvido. Y me prometí rectificar­lo.

Muchos años después, cuando la Divina Providenci­a me sentó en el Directorio en la misma butaca de Atilio, constaté que manos anónimas habían arrancado con violencia la plaquita de bronce con su nombre que se había fijado en la mesa, frente al sitio donde se sentaba. Son cosas que duelen a los viejos blancos como yo.

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