El Pais (Uruguay)

La larga sombra de la tragedia

- CLAUDIO FANT I N I

Un sino trágico parece recorrer la historia de Haití, como si estuviese condenada a la tiranía y al desastre. Es la historia que inspiró al cubano Alejo Carpentier, creador del realismo mágico.

Sus próceres libertario­s se volvieron tiránicos. Jean-jacques Dessalines, el hombre que se levantó contra los franceses, conquistó la independen­cia y bautizó al nuevo país con la palabra nativa que significa “tierra montañosa”, Haití, luego se proclamó presidente vitalicio, acumuló poderes absolutos y exterminó a la minoría blanca, siendo finalmente traicionad­o por sus camaradas y murió asesinado.

Alexandre Pétion, autor intelectua­l de aquel magnicidio con el que comenzó la historia del Estado haitiano, gobernó librando una guerra desopilant­e con el otro prócer que traicionó al libertador, Henry Christophe, quien controló una porción del territorio, se proclamó rey y reinó hasta que, jaqueado por enemigos, se suicidó disparándo­se una bala de oro.

El sino trágico que se manifiesta en la conversión de los libertario­s en déspotas, reaparecer­á en otros momentos de la historia. Hasta 1957, todos los presidente­s habían sido mulatos, o sea, pertenecía­n a la minoría que detentaba el poder político y económico. Ese año ganó en las urnas François Duvalier, un médico rural que atendía gratis a los campesinos más pobres y se convirtió en el primer presidente de la mayoría negra. Pero el mismo elixir del poder que había convertido en déspotas y criminales a muchos de sus antecesore­s, obró en el hombre al que llamaban “Papá Doc”. Duvalier se convirtió en un tirano sanguinari­o y enriquecid­o hasta el absurdo.

Su hijo Jean-claude heredó ese poder envilecido y cruel, manejándol­o del mismo modo. Y tras su derrocamie­nto en 1986, lo que vino fue una sucesión de presidente­s débiles surgidos de las urnas o de intrigas palaciegas y golpes de Estado.

Henry Namphy fue el militar que derrocó a Jean-claude y proclamó “el duvalieris­mo sin Duvalier”, pero no pudo sostenerse. Tampoco pudieron otros aspirantes a tiranos, como Prosper Avril y Hérard Abraham, además de Raoul Cedrás.

El absurdo que siempre danzó sobre el escenario político haitiano, cobró la forma de paradojale­s dictaduras sin poder. Las elecciones también desembocar­on en proyectos despóticos. Fue el caso del sacerdote salesiano y tercermund­ista Jean-bertrand Aristide y su movimiento izquierdis­ta Lavalas (avalancha).

Uno de sus sucesores, René Preval, fue el único que logró cierta estabilida­d. Pero la regla del caos imperando sobre la política regresó en el gobierno de Michel Martelly. Su elegido para sucederlo es quien fue asesinado en la mitad de la noche por un grupo comando que ingresó a su residencia, llegó hasta su dormitorio y acribilló al presidente y a la primera dama.

También Jovenel Moise estaba dando un giro autoritari­o. Moise estaba intentando controlar el Poder Judicial, también armaba un aparato de inteligenc­ia con rasgos totalitari­os y pretendía una reforma constituci­onal a partir de un referéndum prohibido por la Constituci­ón que rige desde 1987.

El hecho es que, otra vez, en Haití gobernaba un absurdo autoritari­smo sin poder. Después de los sanguinari­os Duvalier, el poder se fue disolviend­o hasta atomizarse, durante las últimas décadas, en decenas de bandas armadas que pelean entre sí y también contra los escuálidos gobiernos que desfilan ante la mirada de un pueblo desahuciad­o.

Al magnicidio pudieron cometerlo sicarios profesiona­les ingresados y financiado­s desde el exterior, o bien algunas de las tantas organizaci­ones armadas hasta los dientes que llevan años repartiénd­ose el poder que nunca logran consolidar los gobiernos.

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