El Pais (Uruguay)

Las mil pandemias de Amalia y Miguel

La pandemia en la vida de Amalia y Miguel: él volvió a “volquetear” y ella aceptó un trabajo inesperado

- PAULA BARQUET

Amalia y Miguel han enfrentado “mil pandemias” o crisis. Esta, en particular, llevó a Miguel a “volquetear” para sacar alimentos y cosas para vender. Con la irrupción del COVID-19 Amalia perdió un trabajo, pero al tiempo le surgió una oportunida­d: un empleo como cuidadora de sacerdotes infectados con el virus. Lo tomó sin preguntar el sueldo, que fue mayor al que esperaba. Al final, la pandemia se convirtió en la oportunida­d de cumplir un sueño.

La vida de Amalia y Miguel ha sido un constante salto “de pandemia en pandemia”. La de hoy, dicen, es una más en ese conjunto de circunstan­cias adversas con las que han lidiado desde su casita en el barrio Lavalleja, entre el Borro, Aires Puros y 40 Semanas, sin herramient­as educativas, y con nueve hijos a los que intentan mantener lejos de la cultura narco.

Sin embargo, esta crisis por el COVID-19 trajo para ellos una oportunida­d inesperada.

Al principio, la pandemia le arrancó a Amalia la posibilida­d de quedar fija como cocinera en un CAIF. Estaba haciendo una suplencia y la titular había renunciado a su puesto justo cuando se comunicaro­n los primeros casos. Con el encierro de aquellos meses, el CAIF no llenó el puesto.

Miguel estaba entonces trabajando precariame­nte en la construcci­ón. También se fue a su casa, sin sueldo. Entonces salió, como había salido tantas veces en otras “pandemias”, a “volquetear”. A buscar comida, a buscar cosas que vender. Sacar alimentos de la volqueta implica “oler, ver en qué condicione­s viene, no saber quién lo hizo”. Y eso duele, dice Amalia.

Cuando baja el sol, Miguel rumbea para la zona de Parque Batlle y La Blanqueada a revolver contenedor­es durante cinco o seis horas. En otros barrios ya no se encuentra nada, volquetean también los inmigrante­s y “hasta gente empilchada, en moto o en auto”, cuenta.

Con el paso de las semanas fue advirtiend­o algo singular: en la basura ya no había comida, signo de que la situación estaba “muy complicada” para todos. Lo resolvió, cuenta, apoyándose en una red de contactos de la calle, acordando con clubes y negocios tipo panaderías. También cuentan con la asistencia del Mides.

Nunca, ni en los tiempos más álgidos, quisieron pedir en casas de familia. Amalia lo encuentra “poco digno”.

Lavalleja, donde viven, es “el barrio donde no quisieras vivir”, dice Amalia, una mujer de unos 50 años que tiene bien claro lo que quiere y lo que no. “Yo sueño con vivir en un lugar tranquilo. Acá dejó de venir la ambulancia, el patrullero a no ser que sea de vida o muerte tampoco entra porque lo apedrean; dejó de venir la UTE, la OSE más o menos. Esto es donde no querés estar pero te tocó”.

Si en un futuro pudiera elegir, Amalia se iría a Peñarol o Colón, “donde vos pasás y sentís el silencio de la calle”. En su casa, un mediodía cualquiera, se oyen solo ladridos y ruidos de motosierra. “Acá ahora está así, pero en un rato se armó un alboroto porque se tiroteó aquel con aquel”, cuenta.

La vida es dura “hasta para lo más simple”, dice Amalia, que ha tenido que hacer “un trabajo de hormiga, constante”, con cada uno de sus hijos (y con su marido) para mantenerlo­s por buen camino. “Es un mundo u otro. Ellos iban a la escuela y yo tenía $ 5 para darle a cada uno. Y después, el hijo del narco llevaba $ 500”.

Dentro de todo le salió bien, considera, ya que en su casa no hubo hijos presos ni embarazos adolescent­es.

En el barrio que le tocó, Amalia y Miguel evitan la charla de almacén, donde todos se enteran de la vida de los otros. Igual, no son ajenos a lo que sucede. Miguel sabe que con la crisis algunos vecinos no tienen qué comer. Amalia sabe que falta trabajo porque no hay gente en las paradas de ómnibus.

UN TRABAJO DEL CIELO. Al principio, Amalia no le contó a nadie la verdad sobre su nuevo empleo. Les dijo a Miguel y a

sus nueve hijos que iba a cuidar sacerdotes. Nada más.

El párroco de San José, la misa a la que va los domingos, le propuso un día trabajar “cuidando curas con Covid”. Ella le dijo que sí sin dudar y sin siquiera preguntar el sueldo.

“Muchos me dicen: ‘no, yo personas con Covid ni aunque me paguen’. Y bueno, es un trabajo. Los médicos tampoco quisieran estar. Muchos se contagiaro­n, varios se murieron, y no estaban preparados”, dice Amalia. “Uno saca la parte humana: (los pacientes) están solos, aislados. Y con ellos se genera un vínculo lindo”.

Entre abril y junio Amalia cuidó a tres sacerdotes contagiado­s. Uno de ellos tiene 50 años, estuvo en CTI y quedó con secuelas; los otros dos, de 80 y 85, lo sobrelleva­ron mejor, incluso uno fue asintomáti­co.

Su tarea es estar disponible para administra­r medicament­os, controlar temperatur­a o saturación de oxígeno, conversar o solamente acompañar. Trabaja por las noches, salvo los fines de semana que hace horas extras. Los curas agradecen su presencia. Ella no se permite dormir, así que luego busca horas del día para reponer el sueño.

En el hogar sacerdotal está en caja y le pagan por día por cada sacerdote que cuida; cuando sana uno y enferma otro, le hacen un nuevo contrato. Allí le dan sobretúnic­a, zapatones, gorro, guantes, y usa triple tapaboca. Por la naturaleza de su trabajo recibió una primera dosis de Pfizer pero recién el 13 de mayo, y no llegó a darse la segunda porque se contagió. No fue por su tarea, sino porque su hijo se infectó en un cumpleaños (ver recuadro).

En los tres meses que lleva de trabajo, Amalia reunió más dinero que lo que juntaba en uno o dos años en sus empleos anteriores. El COVID-19, en ese sentido, fue su salvación.

Al final, esta pandemia le permitió cumplir uno de sus sueños: tener una cocina. Hoy, entre los “cachivache­s” que Miguel junta de las volquetas —botellas antiguas, adornos, licuadoras viejas pero funcionale­s, vasijas, cuadros, alhajas, y hasta la ropa que viste, asegura— hay un mueble blanco y una cocina usada que Amalia pudo comprar con su sueldo.

Miguel y uno de sus hijos mayores están terminando de levantar una pieza que será la cocina. Amalia piensa por estos días en elegir los azulejos y la mesada, y sonríe con ilusión de solo pensar en tener un lugar físico “limpio, prolijo y cómodo” para elaborar alimentos caseros junto con sus hijos. Dice: “La cocina es donde vos cocinás el amor de tu familia”.

En el barrio Lavalleja ya no se ve gente en las paradas: signo de la falta de empleo.

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Miguel tuvo una infancia muy dura y Amalia creció en una familia humilde. Se conocieron en el cantegril del Parque Andalucía.
JUNTOS. Miguel tuvo una infancia muy dura y Amalia creció en una familia humilde. Se conocieron en el cantegril del Parque Andalucía.

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