El Pais (Uruguay)

Apariencia­s seductoras

- RODRIGO CABALLERO

Conocida por todos es la fascinació­n que siente la prensa internacio­nal por los líderes latinoamer­icanos exóticos. Esos que por el aspecto, origen, forma de hablar o discurso más o menos extravagan­te, se ajustan a la imagen idealizada que de los habitantes de estas tierras han construido en el llamado primer mundo.

Así, supimos leer apasionada­s loas a la retórica de mostrador con que aburría a propios y encantaba extraños el expresiden­te uruguayo José Mujica. También al liderazgo del boliviano Evo Morales, afianzado en unos rasgos indígenas que eran considerad­os, vaya a saber por qué misterios del bienpensar europeo, garantía de comprensió­n de los problemas del pueblo. Algo así como aquella improbable creencia popular de que el político de origen acaudalado no roba porque no precisa.

Sin ir más lejos, en los últimos meses hemos visto la exaltación de la figura del virtual presidente Pedro Castillo en Perú. Elogiosas referencia­s inspiradas más por su tradiciona­l sombrero de paja blanca y sus facciones incaicas, que por unas ideas novedosas o una oratoria brillante.

También Chile abona la mística con la reciente elección de la presidenta de la Asamblea Constituye­nte que redactará la nueva Constituci­ón. Se llama Elisa Loncón y nació hace 58 años en una comunidad mapuche. Posee un vasto currículum académico y una rica trayectori­a en la defensa de los derechos de los pueblos originario­s. Mujer y mapuche, titulan las cadenas de noticias, destacando esas dos caracterís­ticas por encima de la legión de títulos universita­rios que la legitiman en su cargo.

El folclore de esta efervescen­te América Latina puede que sea el factor determinan­te para que nos vean como los protagonis­tas de una típica novela del realismo mágico. Pero cuidado, porque no solo logran conquistar los corazones de una élite internacio­nal que observa el mundo a través de unos lentes que bien podrían ser los de Greta Thunberg. También son la debilidad del progresist­a autóctono tradiciona­l. Y en conjunto producen algo así como una estigmatiz­ación a la inversa. Prejuzgar la capacidad para hacer bien las cosas basándose apenas en el origen étnico, el género o la apariencia de una persona. No las ideas o los actos.

Así aparecen caudillos libertador­es que al final del día terminan convirtién­dose en caricature­scos tiranos que adornan remeras a la venta en la feria de Villa Biarritz y en la percha de algún parlamenta­rio uruguayo trasnochad­o.

El folclore político hace que nos vean como los protagonis­tas de una novela del realismo mágico.

Mire nomás lo que le pasó a Nicaragua con Daniel Ortega, ese exrevoluci­onario que hace cuarenta años luchó por la libertad de su país contra un tirano igualito a la imagen que hoy le devuelve el espejo. Mire a Nicolás Maduro en Venezuela. Cuando lo haga trate de recordar a su mentor, Hugo Chávez. Mire la Revolución Cubana y sus tristes escombros.

Mientras tanto, en Uruguay parece que aprendimos que esos contamusas que lograron cautivar a famosos directores de cine y a tantos otros espíritus elevados, dueños de una sensibilid­ad privilegia­da, no son más que lo dicho. Lo bueno es que ese aprendizaj­e —que no ha sido gratis— ha hecho que alguien como el ministro Daniel Salinas, prescindie­ndo de cualquier tipo de firulete para la tribuna y a fuerza únicamente de su performanc­e con el fierro caliente, empiece a ser considerad­o un líder real y auténtico.

Hechos, no disfraces.

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