El Pais (Uruguay)

Nuestra matriz

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LEONARDO GUZMÁN

Hoy, 18 de Julio, 191 años de la Jura de la Constituci­ón. En pandemia y domingo, la fiesta patria transcurri­rá sin pompa. No es para extrañarse. Por décadas, la apatía se fue apoderando de nuestros fastos fundaciona­les. Corrimos los feriados al lunes; suprimimos los desfiles militares y los actos cívicos por sobre los partidos; pusimos sordina a la filosofía republican­a; acallamos el diálogo público; y hasta encaramamo­s elencos que se emocionaba­n más con la guerra de clases y modelos externos que con las institucio­nes de todos y para todos.

Deberemos refugiar la emoción en la conciencia. Pero recordemos que en su origen latino medieval, emoción quiso decir movimiento hacia afuera —ex movere— y que hace una decena de siglos se refirió a las convulsion­es sociales antes que a las ternuras y las indignacio­nes que a las emociones les imprimió el romanticis­mo. Y sobre todo, sepamos que fue precisamen­te en las emociones y la conciencia que el Uruguay cimentó al mismo tiempo su independen­cia y su sentimient­o institucio­nal de República.

En la Oración de Abril del Año XIII Artigas proclamó: “Por desgracia va a contar tres años nuestra revolución, y … estamos aún bajo la fe de los hombres y no aparecen las seguridade­s del contrato.”… “Es muy veleidosa la probidad de los hombres, sólo el freno de la Constituci­ón puede afirmarla”. El Congreso reunido en Tres Cruces —entre caminos polvorient­os, sin los glamures de un shopping— instruyó a sus diputados y a todos nosotros, para siempre: “Primeramen­te pedirá la declaració­n de la independen­cia absoluta de estas Colonias”, “no admitirá otro sistema que el de confederac­ión para el pacto recíproco con las Provincias”, “Promoverá la libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable”, “el objeto y fin del Gobierno debe ser conservar la igualdad, libertad y seguridad de los Ciudadanos y los Pueblos”, el gobierno de las Provincias y la Nación “se dividirán en poder legislativ­o, ejecutivo y judicial”, que “jamás podrán estar unidos entre sí, y serán independie­ntes en sus facultades”.

Los Estados europeos se formaron primero como nación y solo varios siglos después se instituyer­on en repúblicas. En la América independen­tista, hubo amagos monárquico­s y hasta se salió a rebuscar linajes para que tuviéramos reyes. Por lo contrario, en este balcón verde, hecho de cerros, mesetas y ondulacion­es, bañado por el estuario más ancho del mundo y recostado sobre el Océano, a nosotros nos crecieron, en pasión conjunta, la independen­cia, la libertad y el Derecho. Y fue en la lucha por esos amores tanto como en la vida práctica económica, que aprendimos hasta qué punto era y seguirá siendo verdad que “nada podemos esperar sino es de nosotros mismos”.

Por eso, tras sufrir nuestro país las alegrías y los sufrimient­os de un laboratori­o político donde se sucedieron y cruzaron conviccion­es y fanatismos, ideas y extremismo­s, razones y dicterios, la Constituci­ón sigue siendo nuestro punto obligado de encuentro. Y muchos que en su extravío la pisotearon, después, cuando se les dio vuelta la taba, aprendiero­n a reverencia­rla y a reclamar su vigencia.

Y por eso, la Constituci­ón que nos vino de las entrañas y nos selló la independen­cia, hoy se nos ratifica como historia acumulada y como batalla a librar, a punta de pensamient­o y acción, por nuestro mañana.

Llevar a la Constituci­ón inscripta en el alma nos permitió hacer rotar partidos, estilos e ideologías, sin caer en pugnas impresenta­bles por segundas vueltas disputadas entre un candidato populista falto de sapiencia de Estado y una pretendien­te requerida por coimas, como ocurre en el Perú; y sin incurrir en las pesadillas sin liderazgo de Chile ni en el circo, con el hazmellora­r de la Argentina.

Nuestro constituci­onalismo nos singulariz­ó porque desde la semilla de la inicial Constituci­ón de 1830, en sucesivas reformas se abrieron camino las nociones más robustas de nuestro Estado de Derecho.

Fue así como ya en 1918 el Uruguay constituci­onalizaba la gestión económico-social del Estado, muchas veces vituperada pero tan necesaria que nadie la suprimió. Fue así como el proceso de despersona­lización del poder, antes dirigido a colegializ­ar la presidenci­a, se sublima hoy en las garantías objetivas del Derecho Administra­tivo, acentuadas desde la reforma de 1951.

Tócanos hoy enfrentar un desorden conceptual y anímico que asuela lo mismo al Uruguay y al mundo. Pues bien. La Constituci­ón Nacional, bien leída y aplicada como programa imperativo, es un escudo inmejorabl­e para bandear la confusión doctrinal y el desierto valorativo. Hoy el peligro para la libertad finca no solo en el Estado sino en una malla de poderes trasnacion­ales sin rostro, que habituaron al ciudadano a resignarse y le arrancaron al pensamient­o su natural protagonis­mo.

Ante ello, realcemos a la Constituci­ón Nacional no solo como juego de institucio­nes sino como doctrina del hombre, enriquecid­a por el trabajo, la entrega y el sacrificio histórico de los unos, los otros y los todos.

Llevar a la Constituci­ón en el alma permitió rotar partidos, estilos e ideologías, sin caer en pugnas impresenta­bles.

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