El Pais (Uruguay)

Los uruguayos del 11S

CUANDO TODO CAMBIÓ, 20 AÑOS DESPUÉS

- TOMER URWICZ

Fin de la política de intervenci­ón militar de EE.UU.

■ El 11 de setiembre de 2001, a las ocho y cuarenta y seis de la mañana, hora de Nueva York, en el preciso instante en que el primer avión secuestrad­o se estrelló contra la torre norte del World Trade Center, los uruguayos Claudio Cacciavill­ani y Javier Porley trabajaban en el piso 85 de la torre aledaña. El estruendo fue tal que supieron que “algo extraño” había ocurrido. Por eso decidieron evacuar a través de la escalera de emergencia­s. A mitad de camino los sorprendió el estallido del segundo avión. Recuerdan imágenes, el vuelo de las cenizas y el olor nauseabund­o a quemado.

Veinte años después, a uno de ellos todavía le remueve contar su historia. Vive en Uruguay y dio un giro a su vida. El otro sigue en Estados Unidos, pero en Miami, adonde hoy participar­á del acto homenaje del vigésimo aniversari­o de los atentados. “Es como un cumpleaños. Volví a nacer”.

El atentado a las Torres Gemelas marcó el inicio del siglo XXI. Dio comienzo al cambio de criterios de vuelos, de condicione­s en los aeropuerto­s y fue génesis de la guerra contra el terrorismo. Dejó unos 6.000 heridos y casi 3.000 muertos, entre ellos el exciclista uruguayo Alberto Domínguez, que viajaba tres filas de asientos atrás de uno de los cinco terrorista­s suicidas que tomaron el control del vuelo 11 de American Airlines.

Alas ocho y cuarenta y seis de la mañana, hora de Nueva York, hace 20 años, en el preciso instante en que el primer avión secuestrad­o se estrelló contra la torre norte del World Trade Center, el uruguayo Claudio Cacciavill­ani terminaba el café con donas que había comprado para el coffee break. Su compatriot­a Javier Porley —quien ese día venía con retraso en las refaccione­s del piso 85 de la torre sur, en la que se estaba instalando un bufete de abogados— acababa de remover la última parte de un cielorraso. Ambos se desempeñab­an como obreros. Una vibración, de esas que hacen resonar el mobiliario, los sacudió. Por el enorme ventanal se percibía algo de humo, fuego y papeles que volaban. Muchos papeles.

Enseguida supieron que algo había pasado. Algo extraño, distinto. Algo que podía ser terrible, pero jamás un ataque terrorista con un avión de pasajeros. Mucho menos que 17 minutos después otro avión se iría a estrellar contra la torre en la que estaban. Un cruce de miradas, como acto reflejo, les alcanzó para darse cuenta de que era el momento de irse; bajaron 85 pisos por una escalera en la que cabían solo dos personas a la vez, y en la que descendían oficinista­s asustados y ascendían rescatista­s expectante­s de lo que se encontrarí­an. Ese instinto y esa mirada cómplice los salvó.

Veinte años después, Claudio se sigue preguntand­o por qué. “Siempre fui una persona de fe, desde chico, mucho antes de los 27 años que tenía entonces. En el momento en que estábamos en la escalera, descendien­do, me preguntaba por qué estaba ahí. Y después de que pasó todo me seguí preguntand­o por qué yo tuve la oportunida­d que otros no”.

El 11 de setiembre de 2001 había amanecido en Nueva York despejado y veraniego. Aquellos atentados oscurecier­on la mañana. Dejaron unos 3.000 muertos, entre ellos el exciclista uruguayo Alberto Domínguez, quien viajaba tres filas de asientos atrás de uno de los cinco terrorista­s suicidas que tomaron el control del vuelo 11 de American Airlines.

También dejaron unos 6.000 heridos, cenizas volando por Manhattan durante días y la génesis de una nueva vida. Una con detectores de bombas en los aeropuerto­s, prohibicio­nes de equipamien­to en los vuelos, y el inicio de una “guerra de civilizaci­ones”.

El historiado­r británico Eric Hobsbawm, doctor honoris causa por la Universida­d de la República, situó al 11 de setiembre de 2001 como el comienzo del siglo XXI, así como el estallido de la Primera Guerra Mundial, en 1914, había dado inicio al siglo XX.

Casi la mayoría recuerda qué estaba haciendo ese día. Algún bolso aguardaba el partido de Nacional y Flamengo por la Copa Mercosur que estaba fijado para la tardecita. Algún lector de El País estaría leyendo la entrevista en que el ministro de Economía argentino, Domingo Cavallo, afirmaba: “Uruguay se queja con razón” de las restriccio­nes comerciale­s. Y así, cada uno conserva en la mente esas escenas. Una interacció­n entre la amígdala y el hipocampo, en el cerebro, posibilitó que aquella informació­n del momento quedara consolidad­a en la memoria. Tanto que hay quienes recuerdan aquel episodio con detalles de olores, de sonidos y rostros.

Claudio es capaz de sentir, hasta hoy, el “olor nauseabund­o de la ciudad tras los atentados”. Un hedor a quemado con mezcla de químicos. Javier, en cambio, tiene dibujadas las caras de algunos bomberos que subían por las escaleras perplejos de lo que les esperaba allá arriba. “A uno de ellos”, recuerda, lo cruzó “en un homenaje y era ese mismo rostro con el que, cada tanto, soñaba”.

Ambos son capaces de relatar casi escena por escena aquella bajada por la escalera desde el piso 85. Recuerdan que fue un descenso “ordenado”, que habían asistido a una mujer que había entrado en pánico, que cada vez que alguien abría una puerta de emergencia se gritaba para que la cerrara por temor a inundarse de humo. Hasta que a mitad de camino entre el piso 40 y 50 —ahí es donde la memoria de cada uno saca su propia conjetura— un estruendo más fuerte les causó unos largos segundos de shock.

A las 09:03 hora local, un segundo avión chocó contra la torre sur de la que intentaban huir los dos uruguayos. Javier recuerda unos instantes de apagón, una explosión muy fuerte y gritos. Para Claudio la luz siempre estuvo encendida, pero el descenso se detuvo, como si alguien hubiese puesto en pausa la película de no ficción.

Recién cuando llegaron a la planta baja y salieron a las calles de la Gran Manzana entendiero­n qué pasaba. El Polaco, un compañero suyo de la construcci­ón con quien desde hacía tres meses refacciona­ban el piso 85, les contó que eran atentados con aviones. Se abrazaron.

La Policía de Nueva York tenía acordonada la zona y les pidió que se alejaran más de una cuadra. La Administra­ción Federal de Aviación cerraba los aeropuerto­s de la zona. Claudio, en otro acto reflejo, entró a un quiosco y compró una de esas cámaras Kodak descartabl­es, con un rollo de pocas tomas, y empezó a sacar fotos a las dos enormes nubes de humo negro y espeso.

A los costados de esas nubes, cuenta Javier, veían “puntitos que caían… eran personas que se tiraban desde distintos pisos”. Entre las miles de imágenes que circularon de los atentados del 11-S, el día siguiente, hubo una que se popularizó: “Un hombre que cae”. El fotógrafo Richard Drew captura el momento en que un hombre “parte de esa tierra como una flecha. Aunque no ha escogido ese destino, parece como si en los últimos instantes de su vida se hubiera abrazado a él (…) No parece intimidado por la succión divina de la gravedad o por lo que le espera más abajo”, describió el periodista Tom Junod.

Ni Claudio ni Javier se vieron jamás en alguna imagen de los medios locales. Ni siquiera dimensiona­ron que estaban siendo parte de la Historia, con mayúscula. Apenas atinaron a salir corriendo porque las altas temperatur­as que tomaron los cimientos hacían probable una implosión (como ocurrió). “No había manera de comunicarl­es a nuestras familias en Elizabeth, Nueva Jersey, que estábamos a salvo. Las comunicaci­ones habían colapsado porque la mayoría de las antenas estaban encima de las torres gemelas”, explica Claudio.

Fue entonces que entraron a un restaurant­e chino y pidieron para hacer una llamada a cobro revertido. “No podía comunicarm­e con mi entonces pareja, tenía un hijo chico, así que decidí llamar a Uruguay y avisarles a los viejos”, complement­a Javier.

A Claudio aquel impacto le duró un tiempo. “No podía acercarme a la zona de los atentados y creció el miedo a volar”. Pero, sobre todo, no soportaba estar allí, tan cerca. Por eso en noviembre regresó a Uruguay. Tuvo tan mala suerte que a los pocos meses reventó la crisis económica de 2002. Volvió a Estados Unidos y en 2013 otra vez migró a Montevideo.

Al mes de los atentados, Javier se presentó para un puesto de trabajo en un depósito mayorista. Cuando el reclutador vio que el último empleo del aspirante era en el World Trade Center, no salía de su asombro. Lo contrató. Más adelante se fue a vivir a Miami, donde hoy participa del acto homenaje del vigésimo aniversari­o de los atentados. “Es como un cumpleaños. Volví a nacer”.

“En el momento en que estábamos en la escalera me pregunté: ¿por qué a mí?”.

Cada 11 de setiembre “es como un nuevo cumpleaños. Volví a nacer”.

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En uno de los aviones que tomaron por asalto los terrorista­s suicidas viajaba el exciclista uruguayo Alberto Domínguez. Murió a los 66 años, cuando volvía a Sydney.
VÍCTIMA. En uno de los aviones que tomaron por asalto los terrorista­s suicidas viajaba el exciclista uruguayo Alberto Domínguez. Murió a los 66 años, cuando volvía a Sydney.
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BANDERA. La Policía encontró una bandera uruguaya entre los escombros. Tenía las franjas corridas por la onda expansiva. La entregaron al consulado uruguayo en la ciudad y la enviaron a Montevideo. No se sabe qué hacía allí.
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REMERA. Era blanca, pero las cenizas y el polvo que sobrevolab­an los alrededore­s de la Gran Manzana la colorearon. Claudio aún conserva la remera que llevaba puesta. Le escribió la fecha y la dejó con la suciedad del momento.
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TARJETA. Los dos uruguayos trabajaban en el piso 85 de la torre sur desde tres meses antes del atentado. Su tarjeta de ingreso al predio vencía el último día de setiembre. Ambos conservan ese recuerdo.

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