El Pais (Uruguay)

So long, Charlie

- TOMÁS TEIJEIRO

Es inevitable que con la muerte de algunos artistas uno tenga la sensación que se acaba una época, o que algunas experienci­as ya no podrán repetirse con la intensidad con que se han vivido en el pasado. Bowie, Cohen, Lou Reed, han formado parte de la vida de muchas generacion­es, y a cada una de ellas les han dejado una influencia distinta, acorde con los momentos creativos de cada uno. Su riqueza y valor ha sido precisamen­te esa capacidad de adaptación, y la innovación creadora aplicada al cambio constante.

Maravilla por ejemplo la creativida­d de David Bowie a lo largo de su extensa e influyente carrera, pero sorprende por sobre todo el remate de la misma con su obra final Blackstar, donde este prepara al público para su partida. Creativida­d hasta para irse. Otros, han tenido carreras artísticas siempre ascendente­s, sin decaer jamás, sin altibajos creativos. Puro método, evolución, y discreta constancia.

Uno de estos grandes fue el músico Charlie Watts. Conocido por tocar e integrar los Stones desde los comienzos, y por todo lo que se ha dicho de él vinculado a los mismos. No es ese el Charlie Watts sobre el que quiero escribir hoy. Sino que pretendo recordarlo hablando sobre la importanci­a que tiene como ejemplo la impronta de este genio musical que supo por décadas mantener un reservado estilo propio y no decaer en estridenci­as.

Puede que en este mundo ruidoso en el que vivimos parezca que la discreción ya no es un valor, Charlie Watts nos demostró que no es así. Y creo que eso, complement­o esencial de sus buenas artes, es parte fundamenta­l de su legado. Y algo para destacar. Por suerte nos hizo recordar que las buenas costumbres y el buen gusto no pasan de moda. La línea que separa al arte del espectácul­o livianito o frívolo a veces es muy muy fina, y generalmen­te se ve transgredi­da por el mal gusto y la chabacaner­ía. Para probarlo, basta con recordar la trayectori­a de Carlos Argentino Daneri.

Solo unos pocos genios han podido dar rienda suelta y plena a su histrionis­mo y talento artístico sin decaer jamás y sin perjudicar su obra. Dalí por ejemplo fue uno de ellos, y vaya si jugaba en la línea. Si pensamos en clave literaria, vemos también como escritores muy famosos se han esforzado permanente­mente por dar la nota excéntrica para destacar y darse a conocer. Y vemos como la historia finalmente hace justicia y reconoce en su podio a genios discretos como Bioy Casares, Julio Camba, o nuestro Mario Levrero, quien cada vez vuela más alto en el mundo de las letras.

La muerte de Charlie Watts nos hace reflexiona­r sobre el valor de la discreción en las artes. Pero también sobre la trascenden­cia del trabajo, el método, y la constancia en aquel arte que es de verdadera calidad. De perenne valor y no efímero. Producido en la zona más auténtica del hombre —el inconscien­te— pero expresado con todo el despliegue de las virtudes que la conciencia pone a disposició­n del creador.

Así vemos como Lope nos emociona y sigue siendo cada vez más grande siglos después de su muerte, como Velázquez fue quien verdaderam­ente inventó la abstracció­n mucho antes que otros la pusieran de moda y la vendieran a precio de platino, como Goya tuvo una sensibilid­ad social sin precedente­s, incluso para anunciarno­s que El Sueño de la Razón Produce Monstruos. Como Cervantes, hoja tras hoja, enseñó que la inspiració­n que viene de lo profundo del seso solo es accesoria al tesón, al esfuerzo, y al talento. La inspiració­n —Divina en este caso— plasmada en las geniales obras de San Ignacio de Loyola. El semblante y la paciencia intelectua­l de Unamuno, tan grandes como su medido desborde histórico en Salamanca, nos muestran que la verdadera creativida­d artística siempre está cargada de compromiso, pero que estar consustanc­iado no tiene por qué traducirse en liviandad ni grosería.

El arte siempre es belleza. Algunos dirán que es la era de lo líquido, que la posmoderni­dad nos trajo esto y que hay que bancar y esperar que amaine, que es este mundo de lo mediato, lo frenético, lo global, y de saltar insatisfec­hos y sin foco de link en link. Muchos le echarán la culpa a Nietzsche, otros buscarán las razones en la supuesta alienación producida por el capitalism­o, y habrá quienes entenderán que es la prepotenci­a de los anticapita­listas lo que cercena la libertad, oprime, o no estimula el arte moderno. Yo, tratando de volver una y otra vez a todo aquello que aprendimos en aquel Uruguay construido por todos que fue ejemplo impar entre las naciones, estoy convencido que hay cosas que no cambian. Que hay valores inmutables en los que se fundan las bases de las sociedades. Y que es en esos intangible­s heredados de la tradición judeo cristiana que son raíz de nuestro Occidente, en los que se sostiene el acervo cultural de nuestra civilizaci­ón. Otro de los grandes genios orientales, Emir Rodríguez Monegal —de cuyo nacimiento se cumplieron 100 años el pasado julio — también nos dio una gran lección de discreción y trabajo. Aquella en la que con honestidad e inteligenc­ia valorizó el trabajo de tantos, enaltecién­dose a él mismo. Una muestra universal de que desde aquí se puede.

También en las artes deberíamos levantar la cabeza con orgullosa y aplicada discreción y dejar a un lado a Gramsci. Como orientales, orientales. So long, Charlie. Gracias. Muchas gracias.

Puede que en este mundo parezca que la discreción ya no es un valor. Charlie Watts nos demostró que no es así.

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