El Pais (Uruguay)

El adiós a Belmondo

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Las emocionant­es imágenes de las exequias de Jean-paul Belmondo dieron la vuelta al mundo y tuvieron un enorme impacto en medios de comunicaci­ón y redes sociales. El féretro cubierto por la bandera francesa, la orquesta de la Guardia Republican­a tocando la inolvidabl­e Chi Mai, que Ennio Morricone compuso para ese clásico de clásicos que fue El Profesiona­l, los mil invitados minuciosam­ente elegidos y ubicados en la escenograf­ía monumental del Hotel des Invalides para que las cámaras de la televisión hicieran su arte, todo fue parte de un guión y un plan estudiados y ejecutados con maestría.

Al despedir con honores de Estado al gran actor, Francia celebró también su propia esencia, esa en la que se apoya para enfrentar sus conflictos y claroscuro­s, mientras da una señal de unidad y un ejemplo de valentía al mundo. Cuando el presidente Emmanuel Macron dijo que Belmondo es inmortal, y que lo es más allá de sus imperfecci­ones, quiso decir que Francia también lo es.

Francia no pierde ocasión de rescatar el sentimient­o nacional, “lo francés”. Lo necesita de manera imperiosa. Millones de inmigrante­s procedente­s mayoritari­amente de las que fueron sus colonias en África han llevado con ellos en las últimas décadas sus etnias, su cultura, su religión, sus costumbres. También sus sueños, temores y angustias. La integració­n no ha sido siempre fácil. Un detalle más que es todo un símbolo: Belmondo era hijo de padre y madre italianos. Y fue, qué duda cabe, francés hasta la médula. Francia los necesita a todos. Todos necesitan hacer de Francia su patria.

Pero no se trata solo de Francia. La pequeña aldea en la que se convirtió el mundo gracias a la globalizac­ión y la tecnología pone en riesgo la noción de Nación como la conocimos hasta hace unas décadas debilitand­o las identidade­s nacionales, generando crisis de representa­ción, y alimentand­o —como reacción— el peligro de los nacionalis­mos, caldo de cultivo de gobiernos autoritari­os y totalitari­os.

No contribuye a ello que cada vez sepamos menos de nuestro pasado común, al punto de que la historia parece una materia arcaica reservada a especialis­tas y eruditos. No conocer de dónde venimos y quiénes somos no solo debilita nuestras raíces sino que hace poco menos que imposible, además, plantear objetivos estratégic­os con los cuales la sociedad se sienta identifica­da y contenida, y para cuya consecució­n esté dispuesta a hacer esfuerzos y sacrificio­s personales en el corto plazo.

Sin la noción de Nación no existiría sueño común, no habría organizaci­ón, ni progreso. Ni Estado. Ese Estado que muchas veces nos genera frustracio­nes y sinsabores en nuestra relación con la cosa pública, pero al que necesitamo­s ágil, eficiente y equilibrad­o en su funcionami­ento para liberar la creativida­d de los ciudadanos, crecer y prosperar en comunidad.

Elijo quedarme con el estilo y la clase de este último adiós al enorme Bébel, y con esa búsqueda valiente de Francia de rescatar su identidad y debatir en libertad sus valores comunes como materia viva y razón de orgullo para los franceses, a la vez que los proyecta al mundo en su potente marca país. Es un ejercicio de respeto, tolerancia y madurez que toda sociedad debería hacer si pretende tener futuro.

Sin la noción de Nación no existiría sueño común, no habría organizaci­ón, ni progreso.

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