ANALFABETOS EL SECRETO QUE MÁS PESA
El hombre que me habla solo sabe escribir su nombre. Pablo Silva. Son las únicas palabras que memorizó de tanto copiarlas. No puede leerlas, en sus 43 años nunca aprendió. “El tema son las letras, puedo copiarlas pero no las sé unir”, dice. Pablo Silva: un enjambre de formas sin sonido.
—Yo nací así.
—¿Así cómo?
—Con problemas de aprendizaje. Mi mamá me llevó a foniatra y a maestras particulares pero no podía aprender. Dejé la escuela y me mandaron a una especial, y tampoco. Después, a los 13 años fui a la UTU y aprendí distintos oficios con las manos, nada que tuviera que leer. —¿De adulto volviste a la escuela? —Sí, volví, pero no hubo caso. No entiendo las vocales, me dijeron. No hubo paciencia. Soy normal, pero tengo este problema. Esto que yo tengo me da vergüenza. No se lo digo a nadie, pero a veces alguno se da cuenta.
—¿Qué pasa si alguien se entera?
—Se me ríen en la cara.
En nuestro país, donde el analfabetismo está prácticamente erradicado, es difícil para las personas como Pablo reconocerse como una aguja en un pajar. La estadística dice que del total de la población apenas el 1,2% no sabe leer ni escribir. Visto así puede parecer un problema minúsculo. Pero la perspectiva cambia si se traduce a que son más de 41.540 los que están en esta situación. Empeora si se incluye a las personas que aprendieron pero lo olvidaron por “desuso”. Y el círculo crece si se considera a aquellos que no terminaron Primaria. Según la última información de la Encuesta Continua de Hogares, el 8,7% de la población mayor de 25 años carece de educación formal.
Sobre la calle 18 de Julio, en una oficina venida a menos de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP), funciona la Dirección de Educación de Jóvenes y Adultos. Creada en 1992 y rebautizada varias veces, es un área casi invisible. No suele hablarse de su trabajo a pesar de que se encarga de la alfabetización de personas entre los 14 y 100 años.
“Creemos que los analfabetos no existen más, pero hay muchos. A veces son personas de edad avanzada y otras son chiquilines que se nos perdieron de las aulas”, dice Marisa Grosso, encargada de esta dirección desde 2020. De acuerdo a la encuesta citada anteriormente, 10,6% de los niños de entre tres y cinco años no asisten al sistema educativo. Tampoco el 0,7% de los que tienen entre seis y 11 años. Ni el 2% de los de entre 12 y 14.
Pronto serán adultos.
Las opciones laborales que luego tienen la mayoría de los que quedan en estas grietas educativas se basan en la fuerza física. Algún puesto en limpieza, carga y descarga, tareas rurales, manejo de mercaderías en depósitos. “Me dicen que por qué no me meto de guardia de seguridad, pero hasta para eso me descartan porque en las pruebas los psicólogos se dan cuenta enseguida de que soy analfabeto”, dice Pablo.
El asunto es que, ahora, incluso para los trabajos de menor capacitación se exige Primaria completa. Eso está empujando a cientos de personas a integrar cada año los programas de alfabetización de la Dirección de Jóvenes y Adultos, y a rendir las pruebas para la acreditación de saberes de Educación Primaria. Otros asisten a talleres básicos de distintas especialidades y a los de fortalecimiento de habilidades vinculadas con lectura, escritura y el razonamiento lógico matemático. Los que van más lejos se apuntan para culminar el Ciclo Básico en un año.
Son ocho los centros de esta dirección localizados en Montevideo, con un promedio de 20 cupos que se adaptan a la solicitud y suelen estar completos. Además, hay otros 192 espacios a lo largo y ancho del país (eran 358 en 2019, 327 en 2018). Estos se crean a pedido de ministerios como el de Desarrollo Social —a través del programa Enlace Socioeducativo, cogestionado con la ANEP, que reinserta a población que desertó del sistema—, otros organismos e instituciones, como pueden ser centros de reclusión, de rehabilitación de distintas adicciones, UTU u organizaciones civiles. Se realizan cursos para personas sordas y también se trabaja con deportistas de alto rendimiento que abandonaron los estudios.
La cantidad de alumnos fluctúa constantemente, pero como una muestra de la demanda la directora Grosso plantea que en 2020 se dictaban 5.200 horas docentes por semana y este año treparon a 6.000.
LAS ESTRATEGIAS. “Me daba vergüenza contar que no sabía leer. Este no sirve, sentía. Pero nunca mentí, todos los que me conocen lo saben”, dice Fernando. “Lo mío sobre todo es por la pupila”, matiza. Se lleva dos dedos al ojo izquierdo y estira la piel, “¿ves?”. Debería ver que con la luz esa pupila se dilata de una forma diferente a la otra, me explica.
Fernando tiene 30 años. De adolescente, durante un juego, le lastimaron el ojo. Desde entonces, cuando la luz es fuerte ve doble. Eso por un lado. Pero antes también le resultaba difícil. Terminó la escuela a los 15 años sin saber leer ni escribir. “Sufría de ataques de asma graves y faltaba mucho a clase. Por eso quedé lento con el aprendizaje. Me dijeron que no me daba la capacidad para ir al liceo y fui a la UTU, y ahí como casi todo era números me fue mejor”, cuenta.
Después siguió estudiando e incluso cursó el Ciclo Básico en un año.
—Mirá que yo sé. Hay palabras que hasta las sé escribir de tantas veces que las veo. Te muestro cómo —dice.
Abre Whatsapp y le escribe a su novia “te amo”. Luego, escribe su nombre completo, el diccionario lo ayuda.
—El diccionario ayuda, eso es cierto. Mi principal problema son los textos largos porque no puedo leer de corrido, me cuesta separar las palabras.
Fernando tiene dos celulares. En uno de los teléfonos, un amigo le descargó una aplicación que le permite insertar textos y una robótica voz femenina los lee en voz alta. Es un dispositivo similar al que usan los ciegos.
—¿Entendés cómo funciona? También uso más aplicaciones —cuenta.
Vuelve a Whatsapp y muestra el icono de un micrófono. A medida que habla el texto se escribe en la pantalla.
—¿No sabías que se podía escribir así? La tecnología cambió muchas cosas. A mí me cambió la vida, porque antes tenía que esperar a que alguien en mi casa me leyera y demoraba en responder.
Le llega un mensaje. Es la novia que quiere saber qué tal va la entrevista. Él mira la pantalla con dificultad.
—¿Qué dice? —me pregunta como un reflejo involuntario, y muestra el teléfono.
—Pregunta que cómo va eso.
Unos años atrás, durante el primer gobierno del Frente Amplio, el Ministerio de Desarrollo Social firmó un convenio con la ANEP para desarrollar el programa de alfabetización de adultos —inspirado en un modelo cubano— “En el país de Varela: Yo, sí puedo”. Para este informe se intentó reconstruir hasta cuándo estuvo vigente y qué resultados se obtuvieron, pero las autoridades consultadas no sabían o no contestaron la consulta. Sin embargo, una evaluación publicada en 2011 plantea que de las personas que lo habían cursaron el 23% presentaba dificultades intelectuales, mientras que el 19,5% tenía dificultades visuales, 9% del habla, 5% motrices y 1% auditivas.
Esta heterogeneidad sigue presente en las aulas que gestiona la directora Grosso junto a un equipo de técnicos, coordinadores, maestros y educadores sociales.
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Hay más analfabetos de los que pensamos. La estadística dice que al menos son unos 41 mil. Quienes crecen sin entender las letras viven ocultándolo y a base de trucos para funcionar en la sociedad. Cada año, más de mil vuelven a las aulas de Primaria.