¿Empiezan otra vez?
Afines de los años cincuenta (es decir, en la época que siguió a la revolución cubana) la izquierda de este país empezó a hablar en forma crecientemente despectiva de una democracia que era modelo para el continente. Primero fueron unas pocas voces, luego se sumaron otras, hasta que finalmente su sonido fue atronador.
Para ese discurso de tinte revolucionario, la democracia no era una conquista a preservar, ni un régimen que mereciera alguna clase de reconocimiento, sino una gran trampa que los poderosos del mundo habían tendido para explotar a los débiles. Por eso ya no se hablaba de democracia, ni de democracia representativa, sino de “democracia formal”, o de “democracia burguesa”, dándole a esas expresiones un sentido fuertemente despectivo.
Como dice el lema usado este año para el Día del Patrimonio, las ideas mueven el mundo. Muchos fenómenos políticos que surgen con fuerza en determinado momento empezaron antes como movimientos de ideas que impusieron nuevas categorías de análisis y hasta nuevos vocabularios. Eso fue exactamente lo que pasó aquella vez. El discurso despectivo hacia la democracia terminó convirtiéndose primero en desapego hacia ella y luego en acción política en contra. Aunque hoy se pretenda negarlo, ni el MLN ni los otros movimientos violentistas que aparecieron en los años sesenta nacieron para defender la democracia uruguaya, sino para destruirla. No es que lo digamos nosotros. Lo decían ellos en sus manifiestos y en sus documentos internos.
También había en aquellos años un creciente desprecio a la democracia por derecha, que entendía que ese régimen era una ingenuidad insostenible en tiempos de Guerra Fría. Y fue en última instancia este doble desprecio el que alimentó el guerrillerismo, la insubordinación de febrero de 1973 (los famosos comunicados 4 y 7) y, finalmente, el quiebre institucional de junio.
Debió pasar mucho tiempo y mucho dolor para que casi todos reconocieran que aquello había sido un error. En el caso de la izquierda, hubo que perder la democracia para descubrir que la justicia independiente, el habeas corpus y el conjunto de derechos civiles y políticos no son una utilería diseñada para favorecer la explotación, sino barreras esenciales de protección de los derechos humanos.
Desde el retorno de la democracia hasta hoy pareció que esa elección había sido aprendida. Ni por izquierda ni por derecha se volvió a escuchar un discurso despreciativo de la democracia. Los grupos que piensan de esta manera son minúsculos y no se atreven a decirlo públicamente. El propio Frente Amplio (no así todos sus miembros) ha tenido en estos años un firme discurso democrático, al menos en relación a la política nacional (no en relación a otros países).
En este contexto, llama poderosamente la atención un artículo publicado el pasado 29 de setiembre en “la diaria”, bajo la firma de Ludmila Katzenstein. Ese artículo se titula “Ni fachos ni bolches: revolución”, y es un repaso de lo ocurrido en nuestro país a partir de 1968. Ese artículo podría ser visto como uno más entre muchos textos nostálgicos y con olor a naftalina, si no fuera por un párrafo en el que la autora dice que, tras el debilitamiento del supuesto espíritu de aquella época, “uno de los triunfos del pensamiento conservador es que la democracia pasó
Desde el retorno de la democracia hasta hoy pareció que esa elección había sido aprendida. Ni por izquierda ni por derecha se volvió a escuchar un discurso despreciativo de la democracia.
a ser un tótem, y la revolución, una mala palabra”.
Detrás de esta breve frase se esconde un conjunto de tesis que remiten a aquel pensamiento que empezó a expandirse a fines de los cincuenta. Primero: la defensa a ultranza de la democracia no es un valor político fundamental, aprendido a fuerza de errores y de dolores, sino un simple “tótem”, es decir, un símbolo al que se adora de manera mágica, por comunidades hundidas en un pensamiento mítico. Segundo: la revaloración de la democracia no es un avance que beneficie y proteja a toda la sociedad, sino apenas “un triunfo” de un bando sobre otro. Tercero: el bando que triunfa es el que se identifica con el “pensamiento conservador”, lo que viene a querer decir que la revaloración de la democracia sólo favorece a quienes defienden al statu quo para mantener sus privilegios.
Por primera vez en muchos años, un medio de prensa de circulación general (y no un boletín interno de algún grupúsculo semiclandestino) habla en estos términos de la democracia uruguaya. Ojalá que sea una nota disonante y fuera de lugar. Pero, si no llegara a serlo, si esto fuera el comienzo de algo, no hay que olvidar cuándo y dónde empezó.