El Pais (Uruguay)

Leonardo Filgueira, un tapicero que hace canciones

Aprendió tapicería clásica a los 16 años. Hoy es uno de los pocos que tiene ese oficio en el país. Además es músico.

- SOLEDAD GAGO

La tapicería es un oficio artesanal. Requiere ser preciso y cuidadoso, estar concentrad­o, trabajar con delicadeza, creativida­d y minucia. Pero antes de todo eso, requiere que alguien la enseñe, la transmita, la mantenga viva.

La música es un arte que combina sonidos siguiendo las leyes del ritmo, la armonía y la melodía. Requiere ser preciso y cuidadoso, estar concentrad­o, trabajar con delicadeza, creativida­d y minucia. Pero antes de todo eso, requiere que alguien la enseñe, la transmita, la mantenga viva.

Quizás, en la vida de Leonardo Filgueira, todo se ha tratado de esto: de recibir un oficio, de cuidarlo, de hacerlo crecer, de transmitir­lo. Pero también de esto: de la delicadeza y la minucia, de la creativida­d y el cuidado. Su historia — la que él cuenta — dice que Leonardo Filgueira es tapicero y también es músico. Y que ese ha sido el centro de gravedad de todo lo demás.

EL INICIO. Nació en 1963 y creció en Carrasco, Montevideo. Su madre trabaja como empleada doméstica en la casa de Mateo Frugoni, hermano de Emilio Frugoni, el escritor y político uruguayo y toda la familia vivía en su casa.

Allí, Leonardo pasaba los días jugando en la vereda con sus vecinos y compartien­do el tiempo con Mateo, a quien le decía abuelo: merendaban juntos, lo acompañaba a hacer los mandados y al Carrasco Polo Club.

Un fin de semana, cuando él tenía 12 años, Mateo hizo un pedido a la verdulería. Como no había repartidor, él agarró una bicicleta y fue a buscarlo. El verdulero le pidió que lo ayudaba y así Leonardo tuvo su primer trabajo: repartiend­o verduras en el barrio. También trabajó como repartidor en una farmacia y en una florería.

Cuando Mateo murió — tuvo un accidente y se fue apagando de a poco, como una vela sin fuerza— él y su familia se mudaron a Shangrilá, que entonces era más agreste, más desolada. Leonardo estaba cursando el liceo y seguía yendo al 15, en Carrasco. Cada vez que necesitaba avisar a su casa que llegaría más tarde — porque se quedaba a gimnasia o a teatro a música, todo le resultaba interesant­e — utilizaba el teléfono de la tapicería Capri, cerca del liceo. Hasta que un día sucedió, más o menos, esto:

—Ese sillón es un Berger, le comentó al dueño de la tapicería, Héctor Pirotto , italiano.

—¿Y vos cómo sabés que es un Berger?, le contestó.

—Porque en la casa de mi abuelo había dos de esos.

—¿Te gustan los muebles? —Sí, me parecen interesant­es. —¿Y no querés aprender tapicería?

Y él, que era curioso y estaba dispuesto a aprender todo lo que pudiera, dijo que sí. “Con él y con Vittorio Russo, otro italiano, aprendí la tapicería clásica, con martillo y tachuela”, dice. Tenía 16 años. Hoy, aún trabaja como tapicero y es uno de los pocos que conoció la tapicería clásica.

Por eso, dice, es importante transmitir­lo, enseñarlo, hacerlo circular. Leonardo empezó a hacerlo cuando, tras realizar un curso de restauraci­ón en la Escuela Figari, comenzó a enseñar allí tapicería porque nadie más lo hacía. Luego decidió enseñar el oficio por sus propios medios: diseñó un programa para distintos niveles y abrió las puertas del taller que tiene en su casa.

LAS CANCIONES. Allí, en esa casa, conviven las herramient­as de tapicería con su guitarra y sus discos.

Cuando vivía en Shangrilá y era adolescent­e, el guitarrist­a Germán Reyna iba a darle clase allí a él y a un grupo de compañeros. Después, conoció a un escritor del departamen­to de Durazno que sacaba su primer libro, le pidió que musicaliza­ra uno de sus poemas y lo invitó a presentars­e en la ciudad junto a Numa Moraes. Y lo hizo. Y siguió estudiando con el artista e incluso, tuvieron juntos un programa de radio. También se formó con Carlos Risso, Roberto Giordano y ahora estudia con Carlos Gómez.

Fue durante la crisis del 2002 que la música dejó de ser solamente el lugar en el que se alejaba de la realidad.

En paralelo a la tapicería, Leonardo había trabajado durante 17 años como repartidor de productos de un laboratori­o que cerró de golpe, sin aviso. Y él, que ya estaba casado y tenía a uno de sus hijos — hoy tiene tres —, agarró su guitarra, cruzó a un boliche que había frente a su casa y les ofreció para hacer música en vivo. Le dijeron que sí. Y aunque después consiguió trabajo en otro laboratori­o, recorrió varios bares de Montevideo haciendo música, la música que a él tanto le gustaba: las canciones con las que había crecido, como las de Silvio Rodríguez.

Leonardo ha musicaliza­do poemas de distintos escritores, tiene tres discos —Versos nuevos, Hada madrina y Universar—, está grabando el cuarto y se ha presentado con su música en distintos escenarios de Uruguay y de Cuba, de España, de Argentina, de Brasil, de Ecuador.

Si se busca su nombre en Youtube, una de los primeros videos que aparecen es este: Leonardo está vestido de negro en el escenario de la Sala Zitarrosa, tiene un sombrero y una guitarra y canta El quijote de los tiempos, con letra del escritor Ramiro Guzmán y música de su autoría. Dice: “El quijote de los tiempos muchos nombres ha tenido pero siempre fue una sola la razón de su sentido”.

Canta con la voz gruesa y profunda, una voz que sale de un lugar parecido al otoño o a la melancolía. Mientras, toca la guitarra con unas manos de venas marcadas: las mismas que, con igual precisión y delicadeza, restaurará­n algún mueble cuando Leonardo regrese a casa.

Está grabando su cuarto disco y ha tocado en Uruguay y otros escenarios del mundo.

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