“Le exigí al éxito que me respete”
—¿Qué es Uruguay en tu vida?
—Una especie de recuerdo de un amor que pudo haber sido. Me he sentido muy bien cada vez que he ido, y sin embargo no he ido todo lo que he tenido ganas. He llegado a pensar que hubiera podido vivir allí, sobre todo en Montevideo; sigo pensándolo. En Punta del Este me resultaba muy difícil descansar, porque lo percibo —y seguramente estoy equivocada— como un lugar de exhibición. Y no tengo precisamente vocación por la exhibición; yo soy provinciana. Montevideo tiene la medida exacta, con una población que puede transcurrir sin demasiada histeria. Y eso es lo que pretendo para mi vida.
—¿Tu relación con la exhibición tiene algo que ver con el ser provinciana?
—No. Tiene que ver con haber tenido, en algún momento, una fama salvaje, de esa que no respeta intimidades, momentos, lugares, y con haberme dado cuenta de manera muy dolorosa, que no era eso lo que yo estaba buscando de la vida. La fama no significa un éxito para mí, no es un vehículo a la felicidad. El éxito es otra cosa.
—¿El éxito ha cambiado de forma, con el paso del tiempo?
—El éxito no existe, es una cosa abstracta. Lo he ido amoldando a mi manera de ser, y hoy no te diría que somos amigos íntimos, pero le exigí que me respete (se ríe). Ahí lo vamos llevando con mucho trabajo personal, mucho pensamiento, mucho tratar de entender para qué sirve mi vida, teniendo a los demás como interlocutores y espectadores. A partir de ese momento, al que no fue fácil arribar, estoy bien, aunque haya momentos en que añoro el anonimato. El mayor placer de los viajes es ese, el anonimato. Y además me gustan mucho los lugares impersonales, los hoteles, los aeropuertos.
Perdida Mente
—Pasemos a ,la obra con la que volvés a Uruguay. ¿Cómo llegaste a ella?
—Después de haber recibido otros ofrecimientos de trabajo, e indefectiblemente cada uno me parecía de una vejez abrumadora, de una subestimación del público... Empecé a decir que no, y a dudar de si estaba en lo cierto, pero soy muy terca cuando tengo un pensamiento que se convierte en algo central. Y el día en que me llama Carlos Rottemberg, el productor, eran como las 11 de la noche. Yo ya le había dicho que no a él, a otra propuesta, entonces más o menos me dijo: “Si te cuento que hay una obra así, de la cual sos figura, y que la dirige Muscari, ¿te enamora?”. “Sí, me enamora todo, menos Muscari”, le dije. Rottemberg
me propuso un encuentro, cortamos, me mandó la obra, debo haber estado en la computadora hasta las tres de la mañana, y dije: “Yo quiero hacer esto”. Y reconozco que la posibilidad de Muscari no era algo que me entusiasmara, por prejuicio, porque había hecho una serie de puestas a las que yo sentía misóginas. Pero Muscari es mucho más que eso: tuve que arriesgarme para saberlo. Y hoy nos tenemos amor y respeto ambos. Me gusta mucho, porque siento que es una propuesta nueva, y la gente tiene necesidad de cosas nuevas.
—¿Esa necesidad de la novedad, de lo nuevo, es hoy uno de tus mayores impulsos?
—Totalmente. La brutal revolución tecnológica que ha habido, el brutal decaimiento de lo económico, la venida abajo de la calidad educativa, me parecen elementos suficientemente fuertes, importantes, no siempre agradables, que a mí me hacen casi imprescindible pensar cómo quiero vivir y cómo puedo ayudar para que la vida de los demás sea mejor. No hablo de algo que sea precisamente “novedoso”, hablo de lo conceptual. Si no me convierto en una persona que provoca el pensamiento, la reflexión y que propone caminos que estén al alcance de todo el mundo, me sentiría muy mal en este momento. No puedo decir que trabajo para el entretenimiento: el entretenimiento es, para mí, otra manera de aburrimiento.
—Con eso tiene que ver, imagino, el uso que le das a tu cuenta de Instagram, que es un lugar de reflexión constante. ¿Es un acto político?
—Totalmente, más allá de que yo pienso que la cultura siempre es política, aunque sea por omisión. Yo empecé a escribir por la pandemia, y en contra de la opinión de todo el mundo, que me decía: “Vos no vas a hacer leer a la gente en Instagram”. Pero quería, y no solo se convirtió en un camino de salida y ofrecimiento, sino que aparentemente hay un número respetable de personas a las que les gusta leer (se ríe). Me alegra que hayas leído, porque muchas veces pienso que la actriz ha opacado otras cosas que yo puedo ofrecer.
—En uno de tus textos preguntaste para qué sirve una mujer de 80 años, partiendo de que en la mayoría de tus entrevistas se vuelve a ya la repetición de tu historia. ¿Te contestaste esa pregunta?
Rosa de lejos
—No, yo no tengo por qué contestarla. Yo siento que la edad nos marca de antemano, muchísimo más a las mujeres. Y el mundo se comporta como si a medida que alguien va cumpliendo años fueran aflojando las pretensiones de qué puede producir esa persona. La mayoría de las personas a los 80 años tienen demencia senil, Alzheimer, Parkinson, y yo hace largos 10 o 15 años dije: “No voy a tener eso”. Y no me preguntes qué vengo haciendo. Debe ser que la única vez que sentí el peso de la edad fue en este pico de fama que te conté. Había cumplido 40 y la sensación mía era que había cometido un delito y no quería que nadie se enterara: yo era una vieja. Tuvo que pasar tiempo y trabajo para entender que no solo no era así, sino que me faltaba mucho por recorrer antes de que apareciera la decrepitud. Para lo que estoy sirviendo es, además, público y notorio, y tiene que ver con el pensamiento. Hoy soy infinitamente más lúcida y más talentosa, por lo menos en la escritura. Y en la actuación también. En eso sí me ayudó Muscari: me hizo perder completamente el sentido del ridículo.