El Pais (Uruguay)

Casi medio siglo ya

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Hoy se cumplen 49 años del decreto de disolución de las Cámaras a partir del cual se considera el inicio de la dictadura en Uruguay. Hace casi medio siglo ya de aquellos episodios que debieran de formar parte de la Historia del país y ser analizados sin apasionami­entos, pero que aún no logran quitar el campo de las memorias opuestas y de las narracione­s llenas de subjetivis­mos que impiden los estudios sin ira ni indignacio­nes parciales.

Eso de por sí ya merece una reflexión: es como si el Uruguay de 1922, aquel que ya había experiment­ado las dos presidenci­as de Batlle y Ordóñez y que se aprestaba a vivir con ilusión y esperanza el tiempo de su centenario, se hubiese enfrascado periódicam­ente y de forma radical, como si fuesen temas de su tiempo, sobre las vicisitude­s y contextos que llevaron adelante el golpe de Latorre en 1876; o peor aún, que hubiese dedicado fuerte atención —y no meditado estudio— a los sucesos de Paysandú de 1865 o a la posterior guerra de la Triple Alianza.

La comparació­n es evidente: son casi los mismos años los que pasaron entre 1922 y 1876, que los que pasaron entre 2022 y aquel lejano 1973. Y, sin embargo, hoy seguimos sin lograr que se admitan algunas verdades elementale­s sobre aquellos trágicos eventos del siglo XX, como lo ilustran los siguientes tres ejemplos.

El primero es que, si bien es cierto que la disolución de las Cámaras fue en junio, el golpe de Estado fue fruto de un proceso en el cual los episodios de febrero de 1973 fueron sustancial­es. Si bien ya hubo algunas investigac­iones periodísti­cas importante­s que mostraron claramente que el poder pasó de lo civil a lo militar en aquel verano, los relatos hegemónico­s siguen ocultando la responsabi­lidad de la izquierda en ese alineamien­to antipresid­encial y progolpist­a de febrero, para hacer una composició­n idílica que solo dice que toda la izquierda se opuso al cierre del Parlamento en junio.

El segundo ejemplo de verdad constatada que el paso de las décadas no logra aceptar es que, si bien es cierto que la guerrilla estaba liquidada en Uruguay desde fines de 1972, no es menos cierto que hubo intentos posteriore­s de volver a la carga desde el exterior y en particular desde una fuerte articulaci­ón en Argentina. Como para el caso de febrero de 1973, de vuelta las investigac­iones de Alfonso Lessa, por ejemplo, han mostrado todo eso con total claridad.

Finalmente, no es cierta la versión según la cual prácticame­nte los únicos que se opusieron a la dictadura a partir de junio de 1973 fueron los militantes de izquierda y la izquierda política y sindical en general: está bien documentad­o que tanto los partidos tradiciona­les orgánicame­nte, como el Frente Amplio, fueron objeto de la represión militar luego de junio de 1973.

A casi medio siglo ya de aquellos episodios, también debiera de ser por todos aceptado que, sin el ataque guerriller­o a las institucio­nes democrátic­as del país, aquí no hubiera habido golpe de Estado. En efecto, todos los estudios históricos serios sobre esos años han concluido que el avance militar sobre la democracia se da a partir de 1971 —y en particular luego de la masiva fuga de la cárcel de Punta Carretas—, y que tuvo como respaldo ideológico una doctrina de la seguridad nacional que oficiaba de manual de guerra fría para todo el continente en plena batalla ideológica entre los dos

A 49 años del Golpe de Estado, que debiera formar parte de la Historia del país, y ser analizado sin apasionami­entos, siguen las memorias opuestas y las narracione­s con subjetivis­mos que impiden los estudios sin ira ni indignacio­nes parciales.

campos que se disputaban la influencia mundial por esos años.

Pero para que ese singular protagonis­mo ocurriera y que ese sesgo ideológico prendiera entre muchos militares del país, debían de darse condicione­s objetivas de ataques a la democracia como fueron, sin duda, los que llevaron adelante las guerrillas de inspiració­n marxista leninista y que se formaron aquí tan tempraname­nte como en 1962- 1963. Y eso, desgraciad­amente, no termina de ser admitido por todos. Incluso más: a casi medio siglo ya de aquel 27 de junio de 1973, es hora de que la Historia reine y de que no se mienta más a las nuevas generacion­es haciéndole­s creer que aquí había una especie de fantasma autoritari­o en los años sesenta, pronto para dar un zarpazo antidemocr­ático: ni siquiera los Tupamaros en documentos oficiales de 1968, afirmaban tal disparate.

No hay democracia sin demócratas convencido­s y no es posible sostenerla si de un lado y del otro hay gente empeñada en destrozar sus garantías y sus libertades consagrada­s. Felizmente, desde 1985 estamos viviendo un extenso período de democracia fortalecid­a por la alternanci­a en el poder de todos los grandes partidos políticos. Que así siga siendo.

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