LA FRONTERA
CRECE EL CONTRABANDO DESDE BRASIL
Apoyado en el capó una camioneta vieja, hace círculos en la tierra con la punta de la bota. El fondo de su casa a medio hacer oficia de taller mecánico. Lleva un gorro de lana y un buzo polar; las manos y el cuello descubiertos. Con un dedo se apunta a sí mismo, a la garganta.
—Acá. Podés ponerte abrigo, casco, buzo, pantalón, pollera, bufanda. Pero en esta parte de la garganta, no hay de nada. No está escrito los fríos que agarrás con estas heladas. Esta parte se congela. Acá, y las rodillas… Yo veo una moto cargada y ya me da frío.
El quilero se ríe. Abre la puerta del garaje y saca una Honda intervenida con una estructura hecha de palos de madera y cuerdas. La moto no tiene asiento; un cuadrado de polifón casi sobre el tanque de nafta es suficiente. Todo el espacio de la moto que pudiera aprovecharse para cargar más, mejor. El quilero usó esa moto durante 16 años. Desde Aceguá a Melo cargó comestibles, tanques de gasoil, garrafas, juegos de sábanas que después iban a parar a los techitos verdes de Montevideo. Hubo cinco años de corrido en los que solo traía bananas. Todos los días del año menos los sábados. Hasta 16 cajas de banana aguantaba la moto, dice.
Antes de la Honda fue la bicicleta, desde los 15 años, cuando se inició como quilero. Después, la camioneta con caja cerrada sobre la que ahora, con 56 años, se recuesta. A través del parabrisas, en el fondo del vehículo, se ven los bidones de 20 litros que usaba para traer gasoil.
Después de 40 años y miles de kilómetros recorridos en ese tramo de 60 que une Melo y Aceguá, el quilero dice que está retirado, salvo que la travesía “vuelva a ser rentable”.
Hace ya un año que la camioneta está parada en el fondo. Ahora sacaría 1.500 pesos por más de un viaje en una noche, y arriesgarse por esa plata no vale la pena. Antes, en un viaje o dos, hacía 2.500. El quilero prefiere la calma, “no arriesgar el pellejo”. Construye esta casa con lo que juntó del contrabando y arregla algún que otro auto que le acercan. Los quileros también saben de eso: arreglar motos, bicis y autos. En el camino árido, lateral a la ruta y con tanta carga, no hay quilero que no haya tenido algún desperfecto.
Pero aunque ahora no rinda, según dice el quilero, hay quienes van igual: todos los días se los ve pasar por el camino que evade la ruta 8, donde está el puesto de Aduanas. Aunque a veces algunos transitan confiados por la ruta.
Fue así que hace dos semanas el Programa de Alta Dedicación Operativa (PADO) de Aceguá, con apoyo del Grupo de Reserva Táctica, incautó una carga valuada en más de 400.000 pesos. El contrabandista, un hombre de 60 años, cargaba en un auto decenas de cajas de zapatos, lentes de aumento, gorros, buzos, camperas y pantalones, según informó La Voz de Melo. Un tiempo antes, a principios de junio, siete personas fueron detenidas cerca de la localidad de Arachania, a 22 kilómetros de Melo, por cargar carne porcina, comida para perros, bebidas y comestibles —presuntamente de contrabando— en dos camionetas.
Los procedimientos recibieron fuertes críticas de políticos locales y del senador y exintendente de Cerro Largo Sergio Botana, quien consideró “un exceso” la actuación de las autoridades.
Cuando se dan estos hechos, el resto del país mira a los departamentos fronterizos —puntualmente los que limitan con Brasil— con suspicacia y descreimiento. ¿Cómo puede estar tan legitimado el contrabando?
NUEVAS FORMAS. “El contrabando existe desde que nace la frontera”, dice el edil nacionalista Fabián Magallanes. Y Botana afirma: “Mientras exista diferencia de precios entre Brasil y Uruguay, va a existir el contrabando”.
La diferencia, hoy, no es de unos pocos pesos. Una pasta de dientes de 180 gramos se puede encontrar en un supermercado de Aceguá a 4,8 reales; un poco menos de 40 pesos uruguayos. Ese producto, de la misma marca y gramaje, vale 269 pesos en un supermercado nacional de gran superficie en el centro de Melo. Y, en el medio, el contrabando: en un almacén céntrico que vende productos nacionales y brasileños, esa misma pasta cuesta 69 pesos. A cuatro cuadras de ese comercio, se la encuentra por 55 pesos.
En definitiva, en un radio de menos de 10 cuadras, el mismo producto tiene tres precios distintos, con una diferencia de más de 200 pesos entre el mínimo y el máximo. ¿La razón? Dos de los comercios compraron la pasta de dientes en Aceguá; la otra, la del supermercado grande, vino desde Montevideo, pese a que el envase dice “industria brasilera” como las demás.
Sucede lo mismo con el resto de los productos de la canasta. La misma marca de café instantáneo de 200 gramos cuesta 113 pesos en Brasil y 337 en el supermercado nacional; el producto es de industria brasileña en ambos casos.
“Nosotros no conocemos el azúcar uruguayo. Recién cuando vino un supermercado grande nos enteramos. Pero acá nadie compra ni aceite ni azúcar uruguayos”, dice Mariela Moura, presidenta del Centro Comercial e Industrial de Cerro Largo. “Nosotros compramos brasilero, y los compramos acá en el almacén de barrio. Muy pocos almacenes de Melo tienen productos uruguayos. La mayoría tienen productos brasileros, y nosotros, como usuarios de ese consumo, no lo desconocemos”, agrega Moura. Ningún melense se atreve a decir lo contrario.
Tanto, que una vecina aconseja: “No vayan a decir que están en contra del contrabando”.
Este consumo de productos de primera necesidad traídos de Aceguá es histórico, pero los comerciantes melenses se encuentran ahora con una ampliación de la oferta brasilera: muebles, colchones, zapatos, productos de ferretería, barraca e incluso de farmacia. Moura denuncia que el “delivery” de comercios de Aceguá a Melo se ha vuelto “algo de todos los días”. “El cliente llama como a cualquier otro comercio y Aceguá le trae las cosas en un flete con un costo del 20% a la puerta de su casa. A veces, los productos no son competitivos —en algunos rubros la mercadería es más barata acá— pero igual la gente usa este sistema de pedir a los comercios de allá”. Esta modalidad no es nueva, pero sí se ha vuelto más fluida y ahora abarca rubros más allá del alimento. Dice la presidenta del centro comercial: “Antes venía una carga puntual para una obra puntual en el rubro construcción. Pero ahora precisás una cisterna o una tapa de inodoro y la pedís allá, no venís a la ferretería de tu barrio a comprar”.
Una vecina, que prefiere el anonimato, cuenta que hace poco compró un mueble en Aceguá y lo pagó acá, en Melo. Esa es la garantía: si al flete lo paran en Aduanas, el consumidor final no pierde su dinero. Si el mueble llega, como le llegó a esta vecina, el servicio incluye armado y solo le cobran un 20% más por todo el servicio.
Frente a este escenario, Moura sabe que no hay soluciones fáciles, pero la única salida que le ve a esta diferencia de precios tan acentuada es bajar los costos de este lado. “No peleamos contra el contrabando. Es ridículo que le saquen un surtido a una familia. Sí peleamos por tener precios competitivos en la frontera”, dice Moura. “Que nosotros tengamos la posibilidad de comprar los productos con otro precio, para que los podamos vender mejor a nuestro consumidor. Que no llevemos todo nuestro sueldo a la frontera porque eso no vuelve al país”, se lamenta.
LOS DOS LADOS. A medio camino entre Melo y Aceguá, en la localidad de Isidoro
■ Las cámaras empresariales de frontera participaron hace 15 días en la Comisión Especial de Frontera con Brasil de la Cámara de Diputados. Representantes de los centros comerciales de Chuy, Rivera, Cerro Largo y Artigas expresaron sus inquietudes y su prisa por una solución que los contemple. La situación laboral y económica de estos departamentos es la peor comparada con el resto del país, según datos proporcionados por el contador Guzmán Ifrán de la OPP a la comisión. Por ejemplo: los ingresos medios de los hogares en 2020 se ubican en 45.200 pesos para los departamentos con frontera con Brasil; la cifra asciende a 69.000 pesos en los departamentos no fronterizos. Por otro lado, un 14% del total de la población fronteriza vive bajo la línea de pobreza, respecto a un 11,6% del total país. La tasa de desempleo acompaña la media nacional, pero la informalidad es preocupante: cuatro de cada diez personas empleadas en la frontera trabajan “en negro”. En el resto del país, los que sí se encuentran contemplados en el sistema previsional son ocho de cada 10 trabajadores.