El Pais (Uruguay)

Muchas disfuncion­alidades Nuestro proceso de reformas

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Apesar de que nuestra historia reciente muestra que las reformas estructura­les han sido esenciales para potenciar el bienestar ciudadano, su curso de acción ha sido tortuoso. Ya a mediados del siglo pasado, Real de Azúa advertía en “El impulso y su freno” de esa cualidad de nuestra sociedad. Se podrá diferir en sus argumentos pero no en el mensaje, pues tras el paso de las décadas, se constata que una sociedad que siempre se autopercib­e como propensa al cambio, cuando llega el momento de su adopción, se pone en “modo” reflexivo, sobreponde­ra los riesgos, se anida en lo logrado, busca excusas, y se detiene. Es así que cada impulso reformista encuentra su freno porque somos conservado­res en la asunción de riesgos, por razones ideológica­s y defensa de intereses corporativ­os.

En la ruta reformista hubo avances, pero sin la continuida­d necesaria. Algunos sustantivo­s, comenzados en la década de los ´70 que liberaliza­ron la economía, permitiend­o la operativa de un mercado cambiario libre, la apertura de la balanza de pagos, la eliminació­n de los controles de precios y dominar la inflación, consolidan­do la macroecono­mía a mediados de los ´90.

Comenzó la rebaja arancelari­a, contrapart­ida necesaria de un modelo de crecimient­o basado en las exportacio­nes. Se desreguló la operativa del sector agropecuar­io, siendo relevante la desregulac­ión del abasto de carne, de la industria frigorífic­a y

CARLOS STENERI

el cierre del Frigonal, la libre importació­n y exportació­n de granos y la eliminació­n de las detraccion­es. En materia de inserción internacio­nal, el Mercosur fue pensado como el primer escalón para proyectar a la región como potencia exportador­a global. En ese ínterin se introdujo legislació­n que posibilitó la instalació­n de zonas francas, con la idea de potenciar la industria de servicios financiero­s y desarrollo de software.

La reforma de la seguridad social aprobada en 1996 aseguró la consistenc­ia macroeconó­mica futura, facilitand­o un mejor acceso a los mercados de capitales y generando recursos para financiar obra pública y emprendimi­entos privados a través de las Afap.

Las reformas —a pesar de las resistenci­as—, también llegaron a ciertas actividade­s bajo dominio público. Se abrió a la competenci­a la telefonía móvil y el mercado de seguros, monopoliza­do por el Banco de Seguros. Se autorizó la operativa de privados en la actividad portuaria, en la generación eléctrica, y se concesiona­ron carreteras. En la faz educativa, irrumpiero­n las universida­des privadas, junto a los centros CAIF como forma de potenciar desde la base el proceso educativo de los niños, en particular aquellos de los sectores más vulnerable­s.

En definitiva, en un par de décadas se introdujer­on reformas sustancial­es —hoy indiscutid­as— donde muchas no fueron fáciles, porque reformar requiere cristaliza­r consensos que muchas veces tropiezan con visiones diferentes, preceptos ideológico­s antagónico­s o la defensa de intereses creados.

En estos días, dos debates que están sobre el tapete demuestran esa realidad. El primero refiere a la reforma de la seguridad social. Hay consenso sobre su necesidad pero divergenci­a en el cómo y su oportunida­d política. La demografía obliga a aumentar las edades de retiro actuales. Instrument­arlo tiene un costo político inmediato —nadie quiere trabajar más aunque viva más— y sus beneficios se capturan recién en años venideros, hecho contrario a la lógica electoral. Ese escollo conjuga, a su vez, con diferencia­s entre el régimen general y otros como el militar, policial, y también el profesiona­l y bancario, que deben reformarse pues, a la larga, descargan sus desfinanci­amiento sobre el bolsillo promedio de todos los ciudadanos. A esto, sumémosle la oposición al régimen solidario y de capitaliza­ción imperante para entender la magnitud del desafío, al mezclarse cuestiones de oportunism­o político, defensa de intereses creados y visiones diferentes de cómo organizar el sistema. Solo como dato y no consuelo, es una de las reformas pendientes en la mayoría de los países sin importar su grado de desarrollo.

En nuestro país, casi toda reforma de las empresas públicas tropieza con una oposición febril nutrida de ideología y defensa de intereses privados de sus trabajador­es. El corporativ­ismo ideológico en los argumentos se trasluce cuando se anteponen como superiores los intereses de la empresa respecto a los del ciudadano. Dos ejemplos relevantes son la introducci­ón de la portabilid­ad numérica y la eliminació­n del monopolio de Antel como proveedor básico de servicios de Internet, En el primero de los casos, bajaron los precios y la empresa no pierde su posición dominante. Y si lo hubiera perdido en beneficio del consumidor, que es un ciudadano de a pie, cuál era el problema. El esplendor de la empresa, o el beneficio del usuario que a su vez es su accionista y por encima de todo ciudadano.

Respecto a la competenci­a en el mercado de Internet lo mismo. Cuando se argumenta que al ser Antel propietari­o del cable submarino y la red de fibra óptica, le da exclusivid­ad de uso, se confunden varias cosas. Primero, Antel no es su propietari­o sino quien la financió, en este caso el bolsillo del ciudadano. Por tanto él es quien tiene el derecho a sacarle el mayor beneficio a esa inversión en la modalidad que más le convenga socialment­e. Antel, como brazo del Estado, es el instrument­o para ofrecer un bien de uso público, que no implica exclusivid­ad de uso. A manera de ilustració­n, las carreteras las financian los ciudadanos con sus impuestos y peajes para transporta­r libremente sus cargas y vehículos. Que se construyan con recursos del Ministerio de Obras Públicas, no le otorga exclusivid­ad de uso.

De lo contrario solo podrán transitar vehículos propiedad de ese ministerio. Concluyend­o, las empresas públicas están al servicio de los ciudadanos, objetivo reñido con el mantenimie­nto de monopolios innecesari­os.

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