El Pais (Uruguay)

Del dolor al amor: así es vivir 72 días en la montaña

¿Qué sentimient­os acompañaro­n a los sobrevivie­ntes de los Andes mientras estuvieron en la cordillera?

- FAUSTINA BARTABURU

Aalgunos el miedo los abrazó. Otros creen que el peor sentimient­o fue el de la incertidum­bre, esa que no les permitía saber si iban a amanecer vivos o si el frío les iba a congelar los huesos o si algún día ese infierno, helado, se iba a acabar y volverían a casa. Otros creen que el sentimient­o generaliza­do era el de la angustia, el del dolor, el de ver a sus amigos sufrir, el de vivir rodeados de la muerte. Para otros de los sobrevivie­ntes del accidente de Los Andes, en la cordillera predominó el amor.

Tras el accidente fueron 72 días de intentar sobrevivir. En el camino se formó una sociedad que funcionaba casi a la perfección: había un líder claro, tareas divididas, una idea creciente de que tenían que salir de allí por sus propios medios. Pero, ¿cómo se mantenían en pie? ¿qué sentían? ¿qué impulsaba a chiquiline­s en sus veintes a no rendirse en medio de un clima inhóspito sin ninguna señal ni posibilida­d de rescate?

Roberto Canessa dice que en un momento dejó de pensar para empezar a actuar, para hacer todo lo posible para vivir más, para sacarse la angustia y el temor a la muerte.

Gustavo Zerbino cuenta que en determinad­o momento decir “tengo frío” se había vuelto una redundanci­a. Porque la agresión —el frío, el abandono, la soledad, el hambre— estaba ahí y no se podía evitar. “¿Quién no tenía frío? Y cuando te das cuenta de que el frío no te molesta, no es porque no haya frío, es porque estiraste el umbral. Y ese es un ejercicio ilimitado que hacés cuando no tenés opción, pero en vez de quejarte, agradecés”.

Sin embargo, ese ejercicio no era fácil. Antonio Vizintín recuerda aquellos días como dolorosos y complejos. “Todo era difícil, porque nada de lo que nos pasó fue fácil, fue una lucha para conseguirl­o y por momentos desazón, por momentos la insegurida­d de no saber si vas a salir vivo de esa”.

Quizá la clave estuvo en intentar regular las emociones, en evitar la efusividad y cuidar cada demostraci­ón. Así también lo entiende Adolfo Strauch, que recuerda un día en que se reunió en la montaña junto a sus primos Eduardo Strauch y Daniel Fernández y entendiero­n que el tiempo pasaba, la Navidad se acercaba y ellos seguían lejos, perdidos, solos.

“Nos vino como una nostalgia, pensar que se nos viene (la Navidad), está pasando el tiempo, se alarga y nosotros seguimos atrapados. Fue un momento de angustia. Nos emocionamo­s un poco. No había mucho espacio para emocionars­e porque éramos muy amarretes con no gastar emoción ni tiempo. Cuando alguien se ponía melancólic­o tratábamos de cambiar de tema y buscar otra cosa”, dice Strauch y agrega: “Fue lo que nos mantuvo vivos: ese afán de sobrevivir y de ayudarnos”.

Para su primo Eduardo la adaptación también fue clave. Así, tras aprender a vivir rodeado de la muerte, se encontró en algún día de noviembre o diciembre —ya con mejor clima— disfrutand­o de la inmensidad de la montaña.

Al Eduardo de hoy, 50 años después, no le cuesta conectarse con el de la cordillera. Se concentra, dice, y vuelve a esos momentos como si hubieran ocurrido hace pocas horas. Recuerda encontrar la calma en la noche y entonces poder pensar en las caras de sus padres, las de sus amigos, la de sus hermanos y no duda en asegurar que el sentimient­o que más lo acompañó en la cordillera fue el del amor.

“Sentía el amor hacia mis padres y mis seres queridos y era lo que te ayudaba a salir, era el motor que teníamos. El amor entre nosotros, el amor a la vida y al final también el amor a la montaña, a la naturaleza”.

“El amor al prójimo, de preocupart­e más por el otro que por ti. Ese sentimient­o era el que nos fortalecía. Porque esta es una historia de amor también”, así también lo siente su primo, Daniel Fernández, quien cree que no se trató de un milagro, porque el milagro, dice, hubiera evitado el sufrimient­o de quienes soportaron el dolor y aún así murieron pocos días antes del rescate.

Carlos Páez menciona que lo que más tenía presente por esos días era el amor a su familia y que así lo plasmó en cartas que escribió a su padres. Sin embargo, sostiene que de algún modo ese amor también significab­a un peso en la montaña. “Cuando viene la noticia de que no nos buscan más fue también una liberación para nosotros, sacarnos el peso de la familia de encima. Porque si además de lo que estábamos viviendo, estábamos viviendo también la angustia de nuestras familias, era muy pesado”.

Del dolor al amor o del dolor y el amor: así transcurri­eron los días en la montaña. Tanto fue así, que, cuando fueron rescatados y se subieron a los helicópter­os, al ver que la montaña que había sido su casa se alejaba, a algunos los invadió un sentimient­o parecido a la nostalgia.

Eduardo Strauch recuerda ese momento así: “Ese momento tan esperado de salvarnos, de que nos rescataran, inmediatam­ente se fue achicando el fuselaje y desapareci­ó a los pocos metros de que nos fuimos elevando, y empezamos a sentir como una especie de tristeza, de nostalgia, pensando en que nunca más íbamos volver ahí, a donde quedaron nuestros amigos muertos, donde vivimos todas esas emociones, las más fuertes o muchas de las más fuertes de nuestras vidas”.

Antonio Vizintín: “Todo era difícil porque nada de lo que nos pasó fue algo fácil”.

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