El Pais (Uruguay)

De “zombies” y víctimas

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Cualquiera que circule por Montevideo es consciente del gran problema social que enfrentamo­s los uruguayos. Un problema del que se habla en voz baja, casi en susurros, por miedo a la cancelació­n de quien se atreva a mencionarl­o. Hablamos de la convivenci­a tóxica entre una población creciente de gente “en situación de calle”, y el resto de la sociedad.

El problema, como casi todos los que afectan a una sociedad, tiene muchas aristas y causas. Pero las consecuenc­ias son obvias: más de tres mil personas que viven en la calle, en particular en zonas céntricas y residencia­les, con notorios problemas psiquiátri­cos o de adicción, y con hábitos y códigos de convivenci­a radicalmen­te distintos al resto.

Los síntomas también son obvios. Cada contenedor de basura se ha convertido en un basural y en un baño público. Cada pretil, cada balcón, en un potencial refugio para pasar la noche. Cada parque o plaza infantil, un “aguantader­o”, donde cocinar, pasar el tiempo, o consumir pasta base. Cada persona que camina por la calle, es un cajero automático palpitante, al que se puede exigir dinero con mayor o menor nivel de prepotenci­a, según las condicione­s físicas de la “víctima”.

Hay un primer error conceptual que hace todavía más difícil abordar este tema. Y es el estigma de la pobreza. En una sociedad permeada por ideologías funestas, según las cuales si a alguien le va mal, necesariam­ente es culpa de aquellos que tienen un mejor pasar, parece un pecado siquiera mencionar este problema, sin hacer un prolongado autoflagel­amiento. Pero este tema no es causado por la pobreza estrictame­nte. Porque todos sabemos que cada peso que el ciudadano entrega a un compatriot­a en esta situación, no irá a ayudarlo a él o a su familia. Sino que terminará nutriendo a la “boca” de la esquina. Fomentando así el círculo vicioso de violencia, marginalid­ad y droga, que potencia la insegurida­d que nos azota. El problema está a la vista de todos. El dilema es qué hacer al respecto.

Claramente, se requieren políticas de fondo que combatan el origen del asunto. Atajar a los compatriot­as antes de que ingresen en esta espiral desquiciad­a y antisocial. En ese sentido, son muy interesant­es las políticas enfocadas por el gobierno que vinculan la asistencia social con la psiquiátri­ca, y con la ayuda a quienes salen de la cárcel, paso previo casi hegemónico a terminar en la calle. Pero esas políticas van a llevar tiempo en tener resultado. Y difícilmen­te sean una solución de fondo para la población flotante de gente en la calle que tenemos hoy. ¿Y el “mientras tanto”?

La sociedad requiere un amplio consenso de que esta situación, así como está, implica una convivenci­a tóxica que tendrá más tarde o más temprano, resultados funestos. Ya los está teniendo, y si no lo cree, vea la rapidez del éxodo de ciudadanos a barrios privados y comunidade­s alejadas. Pero no todos pueden darse ese lujo. Un lujo que implica, además, un costo enorme para toda la sociedad en provisión de servicios y medios de transporte.

Aquí hay una sola alternativ­a posible. La sociedad debe ofrecer a estos compatriot­as en tan mala situación, una alternativ­a de razonable confort para vivir y pasar el día. Un poco lo que está planteando el gobierno con la extensión a 24 horas de los refugios nocturnos.

Pero hay una contracara ineludible a este esfuerzo de la sociedad. Y es aplicar la ley, y la fuerza pública para dejar en claro que las calles, los parques, las plazas, no son hoteles, ni lugares de alojamient­o.

La ciudad no es un producto de generación espontánea. Es el fruto del esfuerzo de sus ciudadanos, que destinan sus recursos a sostener un espacio común que debe brindar mínimos de limpieza y orden. No puede ser que cada esquina o cada contenedor de basura se convierta un camping, donde gente en su mayoría con severos problemas mentales, acampe, prenda fuego, consuma drogas, haga sus necesidade­s, y diga disparates a mujeres y niños. No hay que ser clarividen­te para darse cuenta que este problema, si no se hace nada, va a terminar provocando consecuenc­ias muy serias en la convivenci­a. No puede ser que un millón y medio de montevidea­nos, vivan rehenes de 3 mil.

El tema de fondo es que la política nunca tendrá valor para enfrentar un dilema así, a menos que exista un firme consenso social de que hay que tomar medidas de fondo. No podemos seguir mirando para el costado ya que, de seguir así, en pocos años al panorama de mugre, decadencia, y dejadez que ya es normal en la capital, habrá que sumar que será una ciudad fantasma.

Es claro que se requieren políticas de fondo que combatan el origen de esta población de gente “en situación de calle”. Pero eso lleva tiempo, y obliga a preguntars­e, ¿y mientras tanto, qué?

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