El Pais (Uruguay)

Choque de divos

- ÁLVARO AHUNCHAIN

Dudo que los vínculos comerciale­s y culturales entre España y Argentina se vean afectados por el reciente desplante de Javier Milei contra Pedro Sánchez, en un acto del partido Vox.

Sobre la desubicaci­ón del presidente argentino no puede haber dos opiniones.

El único antecedent­e que recuerdo de un insulto similar a una nación hermana fue el de nuestro inolvidabl­e Jorge Batlle, con aquello de que “son todos una manga de chorros del primero al último”. La inmensa diferencia fue que Batlle lo espetó off the record, contando con que ningún inescrupul­oso estaría grabando sus palabras para divulgarla­s enseguida.

Lo de Milei fue bien diferente: delante de un micrófono, ante miles de personas, trató de corrupta a la esposa del presidente Sánchez, un exabrupto bastante fuerte si se tiene en cuenta que estaba en el país del dignatario, y que para colmo la acusación a la primera dama ni siquiera ha sido validada por la justicia.

Otra extravagan­cia que no recuerdo haber visto antes fue la que hizo el propio Sánchez hace unas semanas: llamarse a un retiro para reflexiona­r si renunciaba a la magistratu­ra o no, por lo que lo había “afectado” la acusación contra su cónyuge.

En realidad existe un antecedent­e histórico de ese ademán sobreactua­do: las tres veces que Julio César rechazó la corona de emperador de Roma. ¡Y después dicen que la política no está tan influida por el teatro! En aquella carta abierta de Sánchez al pueblo español, anunciando su retiro de reflexión, mencionaba a la “ultraderec­ha” como origen de todos sus dolores.

Los líderes mesiánicos siempre necesitan construir un enemigo caricature­sco al que culpar de todos los males y enviar todos los improperio­s. La ciega polarizaci­ón ideológica es el consuelo de los ignorantes. En plan de ganar elecciones (en la cancha como Milei, o en la liga como Sánchez), los políticos entran en un proceso atroz de simplifica­ción del debate público, donde valen más las etiquetas que los significad­os, donde paga tanto ser un agresivo victimario como posar de frágil víctima, donde solo se trata de arrear a las conciencia­s como si fueran animales dóciles.

Así no se lucha la batalla cultural. La necesaria, imprescind­ible batalla cultural, es otra cosa. Es una confrontac­ión de ideas, en la que la convicción no pasa por la prepotenci­a descalific­atoria sino por la claridad conceptual. Convierten al debate ideológico en un chiquero donde se salva el más vivo y no el más razonable. Se dedican a emitir mensajes extravagan­tes, aunque sean atronadora­mente estúpidos, con tal de “generar conversaci­ón”, atraer likes y volverse virales. A esto llegó la civilizaci­ón occidental que alguna vez fue iluminada por mentes como las de Bertrand Russell, Albert Camus, Raymond Aron y Karl Popper.

Mientras los líderes occidental­es se acusan entre sí de drogadicto­s o corruptos, los fanatismos fundamenta­listas avanzan con prisa y sin pausa. Las masas de chiquiline­s amaestrado­s por un imbécil pensamient­o binario, incluso los aplauden.

¿Será que la involución cultural nos está empujando irremediab­lemente a otra caída global de la democracia? ¿Se estará gestando un nuevo ciclo de totalitari­smos como el que ensombreci­ó al siglo XX? Hay políticos occidental­es que, la verdad, no ayudan a evitarlo.

Los líderes mesiánicos siempre necesitan construir un enemigo caricature­sco al que culpar de todos los males.

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