El Pais (Uruguay)

Siempre de a cuatro: esta es la historia de una familia

Javier y Lucía tienen dos hijos, Toto y Federica, que nació con una mutación genética

- SOLEDAD GAGO

En algún momento Javier cortará la conversaci­ón, y dirá, como si quisiera pasar en limpio la historia, resaltar lo que más importa de esta hora y media que llevamos de charla: “Cuando estás con alguien es importante que las dos personas quieran las mismas cosas. Y más si estás desde que sos tan chico, porque te vas construyen­do con la otra persona. Y en ese sentido nosotros siempre hemos tenido proyectos juntos, siempre hemos querido lo mismo. Primero fue lograr alquilar el apartament­ito en Malvín para mudarnos, en otro momento fue Lu estudiando para la facultad y cuidándome en el quinto piso del sanatorio porque yo tuve un cáncer de pulmón, en otro momento fui yo escapándom­e del trabajo para ir a buscarla porque ella se sentía mal, en otro fue decidir casarnos, en otro tener hijos, y ahora estamos los dos tirando para adelante, intentando levantar y mejorar la vida de Fede. Ese es nuestro proyecto ahora y esos han sido los proyectos importante­s de nuestra relación. Todas las otras cosas —tener una casa, un auto, viajar— no importan. Eso hace que nosotros, capaz un poco más yo a ella que ella a mí, nos admiremos. Yo la admiro. Y se lo digo mucho. Te admiro, Lu”.

Es la tarde de un jueves de otoño. Afuera llueve como si nunca fuese a parar. Hace un frío húmedo y molesto. Las calles de Shangrilá están repletas de barro. En la casa de Lucía Riestra y Javier Rodríguez, sin embargo, no se siente el frío ni el otoño.

Para el momento en el que Javier diga eso —“te admiro, Lu”—, ya habrán contado, los dos, toda su historia: desde el comienzo hasta hoy, que dedican casi todo su tiempo en cuidar a sus hijos, Toto y Federica, y en buscar los medios y las formas para curar a Fede, que nació con una mutación genética (“En criollo” —explican— “tenemos miles de genes encargados de producir las proteínas con las que funciona nuestro cerebro, en su caso, las letras que componen el ADN se intercalan y producen menos proteína de un gen. Eso le provoca convulsion­es que no se controlan con fármacos, retraso en el desarrollo motor y cognitivo”).

Entonces esas palabras —“Te admiro, Lu”— tendrán otra forma, otro peso. Serán una especie de confirmaci­ón: siguen, aguantan, se sobreponen al mundo porque están juntos, porque los dos caminan en la misma dirección. “Te admiro, Lu”, dirá Javier. Lucía sonreirá un poco. Dirá: “Yo también”.

Pero esta no es la historia de Javier y Lucía. Es la historia de una familia.

JUNTOS. Lucía y Javier se conocieron en el liceo 20 de Montevideo cuando ella tenía 14 y él 15. Su historia, sin ninguna interrupci­ón, empezó unos años después —“A los 15 ni siquiera sabés quién sos, eran amores de verano”— cuando Javier tenía 20 y Lucía 19. Tres años después, ella, que vivía con una de sus tías por temas de logística, vio un apartament­o en Malvín y le dijo, más o menos, esto: “Yo me voy a vivir sola, si me querés acompañar, genial”.

Entonces la vida empezó a ser de a dos: los proyectos, los sueños, las buenas, las malas, el futuro.

Se mudaron a Shangrilá porque querían vivir más tranquilos, más cerca del agua, en un lugar que fuera más pueblo que ciudad. Se casaron. Hicieron el viaje de Economía cuando Lucía se recibió de contadora y esa fue su luna de miel. Buscaron un hijo y así nació Toto, que hoy tiene cinco años y de quien los dos dicen que es un niño especial. “No me entra en el cuerpo el orgullo que sentimos

Una casualidad, una palabra, una certeza, un comienzo, algo que, de pronto, tiene el poder de cambiarlo todo. Cuando eso sucede el mundo cambia sus colores, los corazones se aceleran, la vida tiene otro sentido. 130 pulsacione­s es un ciclo para contar esas historias en las que el amor tiene la potencia de cambiarlo todo. Si tenés una que quieras contar, escribí a sgago@elpais.com.uy

por Toto, por su forma de ser, por su empatía, por su sabiduría”, dice Lucía. Y cuenta algunas cosas: que Toto fue un niño que nunca les dio trabajo, que cuando tenía dos años y medio y empezó el jardín y había otro niño que no se integraba al grupo él fue, lo agarró de la mano y le dijo vamos, que siempre que hay un niño solo Toto juega con él, que si va al supermerca­do pasa por atrás del mostrador para saludar a cada persona, que cuida a su hermana menor como nadie, que es el único que la hace reír a carcajadas, que sabe cómo ayudarla, que tiene una alcancía para él y dos para juntar dinero para Fede.

Después decidieron que su segundo hijo nacería cuando tuvieran su casa propia. Y se pusieron a trabajar para eso. Cuando se mudaron, hacía 20 días que Lucía estaba embarazada de Federica.

Cuando nació, Lucía notó de inmediato que algo no andaba bien —“Es difícil de explicar, pero era como si no tuviese olor a cachorro, había algo que no me cerraba”—. Ya sabían, más o menos, a qué edad se esperaba que empezara a hacer ciertas cosas. Lo sabían por Toto. Pero los meses pasaban y Fede no podía agarrar la mamadera, o sostener una taza. Así estuvieron hasta que Fede tuvo su primera convulsión. Y entonces sí, hubo algo, en la vida de cada uno y en la vida de los dos —también en la de Toto— en el proyecto, en el futuro, que cambió. Empezó un mundo de médicos, análisis, internacio­nes e incertidum­bres hasta que tuvieron el diagnóstic­o de la mutación genética. En Uruguay les dijeron que lo que había que hacer era darle a Fede la mejor calidad de vida posible, como si eso fuese todo, como si ya no estuvieran dándole lo mejor que tenían a sus dos hijos.

Lucía empezó a funcionar en modo automático, cayó en un lugar oscuro en el que lo único que podía hacer era eso, funcionar. Mientras, Javier hizo lo que todos decían que no había que hacer: buscar en Google. En eso estaba cuando se encontró con algo que se llama terapia génica y supieron que podían curar a su hija.

Lucía hizo una cuenta de Instagram, @curemosafe­de, en la que ya tienen 36 mil seguidores. Contaron allí su historia y la gente empezó a acercarse. Hicieron beneficios, rifas, ferias americanas, recibieron donaciones, alguien creó un “club” de suscripcio­nes mensuales para Fede, recaudaron medio millón de dólares en un año. Les faltan, más o menos —porque nunca se sabe, porque todo cambia— tres millones más. Y ellos lo dicen así: “Solo necesitamo­s tres millones de dólares para curar a nuestra hija”. A veces se agobian. A veces no saben cómo seguir. A veces piensan que no. Pero después se encuentran, los cuatro, en la casa que siempre quisieron, y saben que sí. Y aunque no hace falta decirlo, igual lo dicen: si no fuera porque se tienen el uno al otro, si no estuvieran en este camino juntos, casi todo resultaría imposible.

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Paz Sartori

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