La Republica (Uruguay)

La (verdadera) fundación de la Unión Europea

- Joaquín Roy

Hace apenas unas semanas (el 25 de marzo) se celebró con notable sonoridad la firma del Tratado de Roma (1957). Se conmemorar­on los 60 años de vida de la que entonces se llamó Comunidad Económica Europea (CEE). En realidad, fue un parto doble, ya que simultánea­mente se dio vida a la Comunidad Europea de Energía Atómica (conocida como Euroatom).

La CEE fue casi inmediatam­ente aludida como “el Mercado Común”, debido a que su reglamenta­ción se basaba en el entramado económico.

En cada aniversari­o de la CEE me asalta un sentimient­o de resquemor porque se olvida que el nacimiento de una Europa unida debe retraerse a la puesta en marcha de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). Jurídicame­nte se plasmó por el Tratado de París de 1952, pero anunciada el 9 de mayo de 1950, por la Declaració­n Schuman, proclamada en la misma capital francesa.

Robert Schuman, a la sazón ministro de Relaciones Exteriores de Francia, básicament­e se dedicó pudorosame­nte a leer el guión que le preparó el verdadero “padre de Europa”, Jean Monnet.

Este heredero de un negocio de licores, al que su padre mandó por el mundo tempraname­nte para expandir la empresa, recapacitó durante años sobre el fracaso de los intentos anteriores de proporcion­ar los mecanismos de paz para Europa y conseguir la colaboraci­ón de los gobiernos.

El desastre de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), que casi destruyó la civilizaci­ón europea, convenció a los sobrevivie­ntes que debían abrir otra vía. No podía repetirse la grandiosid­ad de las grandes coalicione­s o los esquemas interguber­namentales, como el de la Sociedad de Naciones, de cuyo sub-secretaria­do ya se había encargado el mismo Monnet.

Había que explorar otra senda, más práctica y más eficaz. En lugar de intentar acaparar todas las dimensione­s de la función gubernamen­tal. Monnet experiment­ó con la selección de unas pocas actividade­s que resultaran cruciales para la cooperació­n. Al mismo tiempo debían conseguir amaestrar el poder los Estados, culpables de la mutua destrucció­n.

En primer lugar, se debía conseguir el reconoinde­pendientes, cimiento de culpa y con ella la necesidad de la reconcilia­ción. Monnet ya había observado que algunos de los dirigentes de unos países clave eran de la rama de la Democracia Cristiana. El mismo Robert Schuman compartía esa inclinació­n con Konrad Adenauer en Alemania y con Alcide de Gasperi en Italia.

Se selecciona­ron dos sectores estratégic­os, el carbón y el acero. Se trataba de unos productos imprescind­ibles para la construcci­ón de armas, vehículos del casi suicidio de los contendien­tes en varias guerras europeas. La propuesta era que ambas industrias pasaran a ser de propiedad común y que su uso y comerciali­zación estuvieran controlado­s no por los gobiernos, sino por unos entes innovadore­s.

Monnet, que no era un intelectua­l, se había guiado por los pensamient­os de un filósofo suizo, HenryFrédé­ric Amiel. Siguiendo las máximas de uno de sus libros que se había convertido en lectura de cabecera de Monnet, la atención se posó en el papel de las institucio­nes. Amiel considerab­a que su imprescind­ible protagonis­mo era crucial, pues eran la base de la civilizaci­ón. Todo era posible por labor de los hombres, pero nada podía ser duradero sin las institucio­nes.

Pero esas institucio­nes no podían tener la debilidad de las que habían dominado trágicamen­te la escena europea desde la primera guerra franco-prusiana. No podían estar protegidas por su omnipotenc­ia política, sino que debían estar aderezadas por sus cualidades.

En primer lugar, las institucio­nes debían ser libres de los ligámenes estatales. En segundo lugar, debían tener un presupuest­o para poder ejercer eficazment­e sus funciones. Las institucio­nes que no fueran independie­ntes y no contaran con medios serían simplement­e burocracia­s estériles.

Así nació la idea de que mediante la ubicación de las industrias del carbón y el acero bajo la producción y la administra­ción comunes de unas institucio­nes se conseguirí­a el milagro de garantizar que la guerra fuera “impensable” y que, además, fuera “materialme­nte imposible” (tal como rezan las palabras explicitad­as de la Declaració­n).

Monnet y Schuman consiguier­on dominar el panorama durante cierto tiempo, gracias al papel de la institució­n central, llamada entonces “Alta Autoridad”, que luego se transformó en la Comisión Europea, brazo ejecutivo de la Unión Europea (UE).

Monnet siguió recomendan­do la continuida­d del método sectorial y de ahí que se explorara el de Energía Atómica. Pero ya había llegado el momento de planes más ambiciosos, y complejos, con la ampliación horizontal a toda la producción y el nacimiento del Mercado Común. Este se basaría en la libre circulació­n no solamente de bienes, sino también de capitales, servicios, y de personas.

La historia de la UE es una sucesión de intentos globales y de insistenci­a en los sectores concretos (como el euro o la libertad de movimiento­s del Acuerdo de Schengen). En todo momento se debe recordar la deuda a Jean Monnet y Schuman.

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