La Republica (Uruguay)

El fin del exilio: liberado del cuartel

El exilio no terminó el 16 de junio del 84, con la llegada en barco. Siento que regresé el 20 de agosto, cuando recuperé la libertad, tras haber estado preso en el Batallón de Ingenieros número 3, de Paso de los Toros. Un día imborrable en mi vida.

- Por Juan Raúl Ferreira

Hasta ahora hemos usado como guía mis agendas del exilio, donde anotaba todo minuto a minuto. La de 1984 está vacía desde el 16 de junio al 20 de agosto, donde solo digo la palabra que nos había inspirado todo el exilio y los años anteriores dentro de Uruguay: libertad. En aquellos tiempos era sinónimo de lucha.

Temprano de mañana, a eso de las 6:30, antes de traerme el café con pan de desayuno, ingresó a mi celda sin vista exterior, el Mayor Lapasta, jefe (a cargo) de Ingenieros 3º. Con cara de “le traigo malas noticias”, me dice: “empaque que de tarde lo debemos de trasladar”. Como sabía que era hombre de pocas palabras no le pregunté ni a dónde ni por o para qué. Hice el bolso y me senté a esperar.

Pasadas las 16:00 ingresó a la celda un soldado raso: “tengo orden de decirle que en media hora lo trasladan. Pero entre nosotros, el rumor que hemos oído en la tropa, es que hoy lo sueltan”. No era la primera vez que el que más tenía que perder, el soldado raso, tenía un acto de solidarida­d conmigo.

Una vez tras un allanamien­to a mitad de la noche a mi celda, al irse, uno de ellos me tira un chocolate. Más allá del regalo, fue un tremendo mimo al alma. Todo lo que ese hombre arriesgaba, para que no me sintiera solo. Durante la campaña del 2019, en la Feria de los Sábados de Piriápolis, un hombre me vino a dar un abrazo, y se identificó como el autor del dulce atentado.

A las 17.00 en punto, me vienen a buscar. Me ponen las esposas y me suben a una camioneta. ¿Si me van a soltar por qué me ponen las esposas? Llegué a dudar. Pero seguía confiando que así sería. La camioneta tenía toldo pero no estaba cerrada atrás. Me custodiaba­n 6 soldados fuertement­e armados. ¿Para qué?

Al pasar por Paso de los Toros, vi mucha gente con banderas saludando. Al único que pude reconocer fue a Jorge Rodríguez Labruna que, como “isabelino” (como se identifica­n los que allí viven) siempre se ocupó de hacerme llegar lo que pudiera necesitar.

Antes de llegar a Florida, en el km 112, la camioneta pinchó. Ya empezaba a caer el sol y el cambio de rueda duró más de una hora. Vino un patrullero, me llevó esposado con dos custodios metralleta al hombro. Apenas pasamos el empalme con Florida a mano izquierda hay una comisaría. Allí tuve que esperar que cambiaran la rueda y me pasaran a buscar para seguir camino.

Al llegar a Montevideo, ingresamos por el fondo a un edificio que luego supe era la sede del Supremo Tribunal Militar. 8 de Octubre y creo que Jaime Cibils, cerca de la sede tricolor. Trámites de rutina, firmar papeles, al gordo juez militar, que los botones le reventaban el uniforme, no abrió la boca. Después supe que era el mismo que le tocó a mi viejo, le tocó decirme “se puede ir”.

Afuera había un mar de gente. Sabía que mi madre me esperaba con el Duque Suárez (conservado­r, expresiden­te del gobierno de España que había llegado a defender la causa mía y de mi padre “como abogado,” un fenómeno). Vi a un amigo blanco pero compañero de exilio, Sergio Neme, a quien pedí me llevara urgente a ver a mi madre. Pero ella estaba allí. El abrazo a mamá fue eterno.

Con ella, nos dirigimos al Hotel Victoria Plaza (hoy Radisson) donde Suárez estaba alojado. Mamá estaba allí desde que supo que mi libertad era inminente. En el Radisson estaba mi cuñado Morelli y mi hermana. A la vuelta del Hotel estaba la nueva sede de Por la Patria que yo no conocía. Recién al otro día advertí que la presidía un cartel “Liberar a Wilson y Juan Raúl Ya”.

Tras el fuerte abrazo a Suárez, nos quedamos conversand­o. Como ya he contado, estábamos con él cuando le llaman por teléfono, para decirle que había sido declarado “persona non grata”. La foto suya contestand­o el tubo en la mano junto a mi madre la conservo hasta hoy. Poco después se presentó un comisario para que se notificara y él dijo “podrán echarme, pero no hacerme firmar un consentimi­ento”. Con razón, más allá de diferencia­s, eran amigos, tan amigos con el viejo.

Yo tuve la suerte de seguir amigo suyo, aún después de la muerte de mi padre. Me visitó en Buenos Aires, lo visité en Madrid. Cuando se apagaba su vida me despedí de él y le dije al hijo, que entendió, que ya no le quería ver más y recordarlo como estaba antes de recaer.

Nos despedimos y quedamos en encontrarn­os la mañana siguiente, para acompañarl­o al aeropuerto (una multitud desbordó la Rambla para despedirlo). Afuera del Hotel había mucha gente. Fuimos hasta Casa de los Lamas, donde me esperaba el Directorio del Partido Nacional, presidido por el Prof. Juan E. Pivel Devoto (cargo que hoy ocupa Pablo Iturralde).

El Prof. Pivel no se caracteriz­aba por su emotividad. Sin embargo, tras sus palabras de bienvenida, tuve que aguantar las lágrimas. Me estaba dando la bienvenida a la Libertad. Una institució­n nacional, el Profesor. Además ocupaba el cargo tras las elecciones internas del 82, cuando empezó el conteo regresivo del régimen.

Dije unas palabras mal hilvanadas en el Directorio, me dicen que la Avenida Uruguay estaba repleta de gente que cortaba el tránsito. Con mi madre del brazo me asomé al balcón de Casa de los Lamas y me dirigí a los entusiasta­s presentes. Ni me acuerdo qué dije. Pero no puedo olvidar la emoción que sentí. Era la primera vez en casi una década que le hablaba a mi propia gente. No a extranjero­s. Se me hizo un nudo en la garganta.

De allí caminamos a la sede de la Copona (Corriente Popular Nacionalis­ta) el sector político del que había recibido más apoyo durante mi exilio. Cuando el “Río de Libertad”, habían desfilado con un enorme cartel que decía: “Convergenc­ia” en apoyo a la CDU. Terminada la reunión en la Copona marchamos por 18 de Julio. Siempre con mi madre del brazo.

Íbamos y veníamos por 18. Al llegar a la Estatua de la Libertad de Plaza Cagancha, pedí que termináram­os la fiesta. Al día siguiente había que despedir a Suárez y, realmente yo no daba más.

Mis amigos me habían alquilado y alhajado a los apurones, un departamen­to en el Edificio Panamerica­no. Pero la primera noche no fui. Me quedé acompañand­o a mamá. Y ella acompañánd­ome a mí. Primera noche juntos en Uruguay desde la del 25 de junio del 73, once años y dos meses antes.

Mamá vivía provisoria­mente en un departamen­to que le había cedido el Cr. José Pedro Laffite. Era propiedad de su suegra, a quien había llevado unos días a su casa. Con todo lo que teníamos para contarnos, no hablamos. Me tomó la mano y nos miramos en silencio. Nos dijimos todo, en silencio. Sentado, me vence el cansancio. Mamá me despierta. “Andá a descansar Juancito. Mañana hay que ir con Suárez al aeropuerto. Y pasado vamos a Trinidad a que veas a tu padre”.

Empezaba una nueva etapa de mi vida, en la que todavía estoy. En la misma senda, que recorrí con mi padre. En otra trinchera. La suya dejó de existir.

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