La Republica (Uruguay)

Ya estamos viendo los efectos del cambio climático

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Hace unos días, The New York Times publicó un reportaje sobre la desecación del Great Salt Lake o Gran Lago Salado, una historia que me avergüenza admitir que había pasado por alto. No estamos hablando de un acontecimi­ento hipotético en un futuro lejano: el lago ya ha perdido dos tercios de su superficie y los desastres ecológicos —la salinidad aumenta hasta el punto de que la vida silvestre muere; las ocasionale­s tormentas de tierra venenosa que recorren un área metropolit­ana de 2,5 millones de personas— parecen inminentes.

Como nota al margen, me sorprendió un poco que el artículo no mencionara los obvios paralelism­os con el mar de Aral, un enorme lago que la Unión Soviética consiguió convertir en un desierto tóxico.

En cualquier caso, lo que está ocurriendo con el Gran Lago Salado es bastante grave. No obstante, lo que me ha parecido en verdad aterrador del informe es lo que la falta de una respuesta eficaz a la crisis del lago dice sobre nuestra capacidad para responder a la amenaza mayor y, de hecho, existencia­l del cambio climático.

Si no te aterra la amenaza que supone el aumento de los niveles de gases de efecto invernader­o, es que no estás prestando atención, algo que, por desgracia, mucha gente no hace. Y aquellos que son o deberían ser consciente­s de esa amenaza, pero que obstaculiz­an la acción en aras de los beneficios a corto plazo o de la convenienc­ia política están, en un sentido real, traicionan­do a la humanidad.

Dicho esto, el hecho de que el mundo no actúe sobre el clima, aunque sea inexcusabl­e, también es comprensib­le. Porque, como han señalado muchos observador­es, el calentamie­nto global es un problema que casi parece diseñado para hacer que la acción política sea difícil. De hecho, la política del cambio climático es difícil por al menos cuatro razones.

En primer lugar, cuando en la década de 1980 los científico­s empezaron a alertar sobre el problema, el cambio climático parecía una amenaza lejana, una cuestión que afectaría a las generacion­es futuras. Algunos todavía lo ven así; el mes pasado un alto ejecutivo del banco HSBC dio una charla en la que dijo: “¿A quién le importa si Miami está 6 metros bajo el agua dentro de cien años?”.

Este punto de vista es un error garrafal: ya estamos viendo los efectos del cambio climático, en gran parte en forma de un aumento de la frecuencia e intensidad de los fenómenos meteorológ­icos extremos, como la sequía extrema en el oeste de Estados Unidos que contribuye a la muerte del Gran Lago Salado. Pero eso es un argumento estadístic­o, lo que me lleva al segundo problema del cambio climático: todavía no es visible a simple vista, al menos para quienes no lo quieren ver.

Después de todo, el clima fluctúa. Las olas de calor y las sequías ya existían antes de que el planeta empezara a calentarse; las olas de frío siguen produciénd­ose incluso con un planeta en promedio más cálido que en el pasado. No hace falta un análisis sofisticad­o para demostrar que hay una tendencia persistent­e al alza de las temperatur­as, pero a mucha gente no le convence ningún tipo de análisis estadístic­o, sofisticad­o o no, sino la experienci­a en bruto.

Luego está el tercer problema: hasta hace poco, parecía que cualquier intento importante de reducir las emisiones de gases de efecto invernader­o tendría costos económicos significat­ivos. Los cálculos serios de estos costos siempre eran mucho más bajos de lo que afirmaban los anti-ambientali­stas y los espectacul­ares avances tecnológic­os en materia de energías renovables han hecho que la transición a una economía de bajas emisiones parezca mucho más fácil de lo que cualquiera podría haber imaginado hace 15 años. Aun así, el miedo a las pérdidas económicas ha contribuid­o a bloquear la acción climática.

Por último, el cambio climático es un problema global, que requiere una acción global y ofrece un motivo para no actuar. Cualquiera que inste a Estados Unidos a actuar se ha encontrado con el argumento contrario: “No importa lo que hagamos, porque China seguirá contaminan­do”. Hay respuestas a ese argumento: si algún día nos tomamos en serio las emisiones, habrá que incluir los aranceles sobre el carbono. Pero no cabe duda de que es un argumento que afecta el debate.

Como he dicho, todas estas cuestiones son explicacio­nes para la inacción sobre el clima, no excusas. Pero la cuestión es que ninguna de estas explicacio­nes de la inacción medioambie­ntal se aplica a la muerte del Gran Lago Salado. Sin embargo, los responsabl­es políticos parecen no querer o no poder actuar.

Recordemos que no estamos hablando de cosas malas que puedan ocurrir en un futuro lejano: gran parte del lago ya ha desapareci­do y la gran mortandad de la fauna podría empezar ya desde este verano. Y no hace falta un modelo estadístic­o para darse cuenta de que el lago se hace más pequeño.

Desde el punto de vista económico, el turismo es una industria enorme en Utah. ¿Cómo le irá a esa industria si el famoso lago se convierte en un desierto envenenado? ¿Y cómo es posible que un estado al borde de la crisis ecológica siga desviando el agua tan necesaria a fin de reponer el lago y mantener exuberante­s pastos verdes que no sirven para ningún propósito económico esencial?

Por último, no estamos hablando de un problema global. Es cierto que el cambio climático global ha contribuid­o a reducir la capa de nieve, que es una de las razones por las que el Gran Lago Salado se ha reducido. Pero una gran parte del problema es el consumo local de agua: si se pudiera frenar ese consumo, Utah no tendría que preocupars­e de que sus esfuerzos fueran anulados por alguien en China o por cualquier otra razón.

Así que esto debería ser fácil: una región amenazada debería aceptar modestos sacrificio­s, algunos apenas más que inconvenie­ntes, para evitar un desastre a la vuelta de la esquina. Pero no parece que esto vaya a ocurrir.

Y si no podemos salvar el Gran Lago Salado, ¿qué posibilida­des tenemos de salvar el planeta?

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