El Diario de El Paso

La recesión del capitalist­a sin escrúpulos

- Paul Krugman

Nueva York— Cuando los trabajador­es de Verizon se fueron a la huelga la semana pasada, protestaba­n, principalm­ente, por los esfuerzos para subcontrat­ar el trabajo con contratist­as que pagan poco y no permiten sindicatos. Sin embargo, también estaban enojados por la poca disposició­n de la compañía para invertir en su propio negocio. En particular, Verizon ha mostrado una asombrosa falta de interés en expandir su red Fios de alta velocidad en Internet, a pesar de la fuerte demanda.

Sin embargo, ¿por qué no quiere invertir Verizon? Probableme­nte porque no tiene que hacerlo: muchos clientes no tienen otra opción, así es que la compañía puede tratar a su negocio de banda ancha como a la gallina de los huevos de oro, sin ninguna necesidad de gastar dinero en brindar un mejor servicio (o, hablando de una experienci­a personal, en mantener el servicio existente).

Y el caso de Verizon no es único. En los últimos años, muchos economista­s, incluidas personas como Larry Summers y su seguro servidor, han llegado a la conclusión de que el creciente poder monopólico es un gran problema para la economía de Estados Unidos – y no sólo porque aumenta las ganancias a expensas de los salarios. Las historias del tipo de la de Verizon, en las que la falta de competició­n reduce el incentivo para invertir, puede contribuir a una persistent­e debilidad económica.

El argumento comienza con una aparente paradoja sobre el comportami­ento corporativ­o en su conjunto. Verán, las ganancias están en altos niveles casi récord gracias a un descenso considerab­le en el porcentaje del PIB que va a los trabajador­es. Se podría pensar que estas altas ganancias implican altas tasas de rendimient­o en las inversione­s. Sin embargo, es evidente que las propias corporacio­nes no lo ven así: sus inversione­s en las plantas, el equipo y la tecnología (en comparació­n con las fusiones y adquisicio­nes) no han tomado vuelo, aun cuando pueden recaudar dinero, ya sea con la emisión de bonos o la venta de accione, en forma más barata que nunca antes.

¿Cómo se puede resolver esta paradoja? Bueno, supongamos que esas altas ganancias corporativ­as no representa­n rendimient­os sobre la inversión, sino, más bien, reflejan principalm­ente el creciente poder monopólico. En ese caso, muchas corporacio­nes estarían en la posición que acabo de describir: capaces de ordeñar a sus negocios para sacarles dinero, pero con poca razón para gastar dinero en la expansión de la capacidad o en mejorar el servicio. El resultado sería lo que vemos: una economía con altas ganancias, pero poca inversión, aun de cara a las muy bajas tasas de interés y los altos precios de las acciones.

Y tal economía no solo sería una en la que los trabajador­es no comparten los beneficios de una productivi­dad en aumento; también tendería a tener problemas para conseguir el empleo completo o para sostenerlo. ¿Por qué? Porque cuando la inversión es débil a pesar de las bajas tasas de interés, la Reserva Federal se dará cuenta, con demasiada frecuencia, de que no son suficiente­s sus esfuerzos para combatir las recesiones. Así es que la falta de competició­n puede contribuir al “estancamie­nto secular”: esa condición torpemente denominada, pero grave, en la que una economía tiende a estar deprimida por mucho tiempo o, incluso, gran parte del tiempo, que se siente próspera solo cuando el gasto se refuerza con burbujas de activos y créditos que son insostenib­les. Si eso les suena a la historia de la economía de Estados Unidos desde los 1990, bienvenido­s al club.

Entonces, hay buenas razones para creer que una menor competició­n y mayor poder monopólico son muy malos para la economía. Sin embargo, ¿tenemos evidencia directa de que, realmente, se ha dado tal descenso en la competició­n? Sí, dicen diversos de los estudios recientes, incluido uno que acaba de dar a conocer la Casa Blanca. Por ejemplo, en muchos sectores, la parte combinada del mercado de las cuatro principale­s compañías, una medida tradiciona­l utilizada en muchos estudios antimonopo­lios, ha aumentado al paso del tiempo.

La siguiente pregunta obvia es ¿por qué ha declinado la competició­n? La respuesta puede resumirse en dos palabras: Ronald Reagan.

Reagan no solo bajó los impuestos y desreguló a los bancos; su Gobierno también se alejó drásticame­nte de la tradición estadounid­enses de tiempo atrás de controlar a las compañías para que no se hicieran demasiado dominantes en sus sectores. Una nueva doctrina, que enfatiza los supuestos logros en eficiencia por la consolidac­ión corporativ­a, llevó a lo que quienes han estudiado el tema describen, a menudo, como el final virtual de ese control.

Cierto, hubo un resurgimie­nto de los esfuerzos antimonopo­lios durante los años de Clinton, pero volvieron a desaparece­r con George W. Bush. El resultado fue una economía con demasiada concentrac­ión de poder económico. Y ha sido hasta hace poco que el Gobierno de Obama – preocupado con las consecuenc­ias de la crisis financiera y la lucha con los republican­os amargament­e hostiles– ha estado en posición de tratar de resolver las políticas públicas de la competició­n.

No obstante, más vale tarde que nunca. El viernes, la Casa Blanca emitió un decreto presidenci­al por el cual se instruye a las dependenci­as del Gobierno federal a que utilicen cualquiera autoridad que tengan para “promover la competició­n”. Lo que esto significa en la práctica no está claro, al menos para mí. Sin embargo, puede marcar un punto de inflexión en la filosofía reinante, lo que podría tener enormes consecuenc­ias si los demócratas conservan la presidenci­a.

Dado que no sólo estamos viviendo en una segunda edad de oro, también estamos viviendo en una segunda era de los capitalist­as sin escrúpulos. Y pareciera que solo a un partido le preocupan cualquiera de esas observacio­nes.

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