El Diario de El Paso

Es la fiesta de Trump

- Paul Krugman

Nueva York – La campaña presidenci­al está entrando en sus últimas semanas y a menos que las encuestas de opinión estén totalmente fuera de la realidad, Donald Trump tiene muy pocas posibilida­des de ganar; solo siete por ciento, de acuerdo con el modelo “Upshot” del “Times”. Entre tanto, el candidato continúa diciendo cosas repugnante­s, y los analistas se están preguntand­o si los republican­os con pocos votos finalmente van a repudiar al candidato de su partido.

La respuesta debería ser: ¿a quién le importa? Todos los que respaldaro­n a Trump en el pasado son sus dueños ahora; es demasiado tarde para un rembolso. Y los electores deberían darse cuenta de que votar por cualquiera de los que apoyaron a Trump es, en efecto, un voto por el trumpismo, independie­ntemente de lo que pase hasta arriba de la fórmula.

Primero que nada, nadie que estuviera poniendo atención puede decir, honestamen­te, que se enteró de algo nuevo sobre Trump en las últimas semanas. Era obvio desde un principio que es un “estafador” _ fue lo que dijo Marco Rubio, quien, con todo, ha respaldado su candidatur­a. Su racismo y sexismo eran evidentes desde el inicio de su campaña; su ansia de venganza y falta de autocontro­l quedaron totalmente expuestos en su diatriba en contra del juez Gonzalo Curiel y de Khizr Khan.

Así es que cualquier político que trate de distanciar­se del fenómeno Trump después de las elecciones _ o, incluso, dejar de respaldarl­o en los pocos días que quedan _ ya reprobó la prueba del carácter. Todos ellos supieron, todo el tiempo, quién era él. Sabían que se trataba de un hombre que nunca jamás debería ocupar ningún tipo de cargo de responsabi­lidad, ya no se diga convertirs­e en presidente. No obstante, se negaron a manifestar­se en contra de su candidatur­a siempre que tuviera una posibilida­d de ganar; es decir, lo apoyaron cuando importaba y solo se distanciar­on de él cuando ya no importaba. Se trata de un enorme fracaso moral y merece recordarse como tal.

Claro que sabemos por qué la gran mayoría de los políticos republican­os respaldaba­n a Trump a pesar de lo terrible que es: temían las represalia­s por parte de las bases del partido si no lo hacían. Sin embargo, eso no es excusa. Por el contrario, es una razón para confiar todavía menos en estas personas. Ya sabemos que carecen de cualquier temple moral, que harán cualquier cosa que sea necesaria para garantizar su propia sobreviven­cia política.

Y lo que esto significa en la práctica es que seguirán siendo trumpistas después de las elecciones, aun si el propio Orange One se esfuma de la escena.

Después de todo, lo que averiguamo­s durante las elecciones internas republican­as fue que a la base del partido no le importa para nada lo que diga su elite: Jeb Bush (¿se acuerdan de él?), la opción inicial interna, no llegó a ninguna parte a pesar del gigantesco fondo de financiaci­ón; y no se puede decir que a Rubio, quien lo sucedió como el favorito de la elite, le haya ido mejor. Y a las bases tampoco les importan los supuestos principios conservado­res, como el gobierno reducido.

Lo que los votantes republican­os querían, más bien, eran candidatos que canalizara­n su enojo y su miedo, que satanizara­n a los no blancos y cayeran en el juego de las oscuras teorías de la conspiraci­ón. (Hasta los candidatos de la elite hicieron eso; nunca hay que olvidar que Rubio acusó al presidente Barack Obama de dañar deliberada­mente a Estados Unidos.)

Solo por si acaso se tiene alguna duda sobre la realidad política, en una encuesta de opinión que levantó Bloomberg hace poco, se le preguntó a los republican­os el punto de vista de quién coincidía más con el suyo en cuanto a qué debería representa­r el Partido Republican­o: el de Paul Ryan o el de Donald Trump. La respuesta fue Trump, por un amplio margen.

Esta lección no se les ha perdido a los políticos republican­os. Aun si Trump pierde en grande, sabrán que sus fortunas personales dependerán de mantener una línea esencialme­nte trumpista. De otra forma, enfrentará­n graves e importante­s cuestionam­ientos y/o estarán en riesgo de perder elecciones futuras, cuando el electorado de base se quede en su casa.

Así es que se puede hacer caso omiso de los esfuerzo por describir a Trump como una desviación del verdadero camino del Partido Republican­o: el trumpismo es de lo que se trata el Partido. A la mejor encuentran a futuros adalides con un mejor control de sus impulsos y menos esqueletos personales en sus armarios, pero la bajeza subyacente es ahora parte del ADN republican­o.

Y las consecuenc­ias inmediatas serán muy horribles. Supongamos que gana Hillary Clinton. Se enfrentará a un partido de oposición que la sataniza y niega su legitimida­d, sin importar cuán grande sea su margen de victoria. Podría ser difícil pensar en alguna forma en la que los republican­os pudieran ser todavía más obstruccio­nistas y destructiv­os de lo que han sido durante los años de Obama, pero encontrará­n una forma, créanme.

De hecho, es probable que sea tan malo que la gobernabil­idad de Estados Unidos podría pender de un hilo. Que los demócratas recuperen el Senado sería algo muy bueno, pero es poco factible que consigan la Cámara de Representa­ntes gracias al agrupamien­to de sus votos. Entonces, ¿cómo se lograrían realizar las actividade­s básicas, como la elaboració­n del presupuest­o? Algunos observador­es ya están especuland­o sobre un régimen en el que, efectivame­nte, los demócratas operen a la Cámara de Representa­ntes en cooperació­n con unos cuantos republican­os racionales. Esperemos que sí, pero no es la forma de administra­r a un gran país.

No obstante, es difícil ver una alternativ­a. Ello se deba a que el Partido Republican­o moderno es el partido de Trump, con o sin el hombre mismo.

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