Cómo arruinamos a EU
En la última generación, los miembros de la clase formada en las universidades se han vuelto asombrosamente buenos para asegurarse de que sus hijos retengan su estatus privilegiado. También se han vuelto devastadoramente buenos para asegurarse de que los hijos de otras clases tengan oportunidades limitadas para unirse a sus filas.
Cómo se las arreglaron para hacer la primera tarea –darles una ventaja a sus propios hijos– es bastante obvio. Se trata de la pediacracia, idiota. En las últimas décadas, la clase media alta ha abrazado códigos de comportamiento que ponen al cultivo de hijos exitosos en el centro de la vida. Tan pronto como obtienen dinero, lo convierten en inversiones en sus hijos.
Las mamás de clase media alta tienen los medios y las licencias de maternidad para amamantar a sus bebés en proporciones mucho más altas que las que solo tienen instrucción media, y durante periodos más largos.
Los padres de clase media alta tienen los medios para pasar de dos a tres veces más tiempo con sus hijos cuando están en preescolar que los que son menos acaudalados. Desde 1996, el gasto en educación entre los adinerados se ha incrementado en casi 300 por ciento, en tanto que el gasto en educación entre cada uno de los otros grupos es básicamente el mismo.
A medida que ha empeorado la vida para el resto de la clase media, los padres de la clase media alta se han vuelto fanáticos de asegurarse que sus hijos nunca retornen a esos niveles y, claro, no hay nada de malo en dedicarse a la propia progenie.
Es cuando seguimos con la siguiente tarea –excluir de las mismas oportunidades a los hijos de otras personas– que las cosas se ponen moralmente inciertas. Richard Reeves, de la Institución Brookings, publicó hace poco un libro titulado “Dream Hoarders” (“Acumuladores de sueños”), en el que detalla algunas de las formas estructurales en las que los bien instruidos manipulan al sistema.
Lo más importante es las restricciones en la zonificación residencial. La gente bien instruida tiende a vivir en sitios como Portland, Nueva York y San Francisco, en donde existen normativas para la construcción que mantienen a los pobres y menos instruidos lejos de los lugares donde hay buenas escuelas y oportunidades de trabajo.
Estas normas tienen un efecto devastador en el crecimiento económico en el ámbito nacional. La investigación de los economistas Chang-Tai Hsieh y Enrico Moretti indica que las restricciones en la zonificación de las 220 mejores áreas metropolitanas de Estados Unidos hicieron bajar el crecimiento agregado en más de 50 por ciento de 1964 al 2009.
Las restricciones también tienen una función crucial en la desigualdad creciente. Un análisis de Jonathan Rothwell señala que si las ciudades mas restrictivas se hicieran como las menos restrictivas, la desigualdad, la desigualdad entre los distintos barrios se reduciría a la mitad.
La segunda barrera estructural de Reeves es el juego de las admisiones a las universidades. Los padres instruidos viven en barrios donde están los mejores maestros, están por encima del presupuesto de las escuelas públicas locales y se benefician de las reglas de admisión heredadas, de los criterios por los que se recompensa a los chicos que crecieron con muchos viajes enriquecedores y de las pasantías sin salario que llevan a conseguir empleo.
No sorprende que 70 por ciento de los estudiantes en las 200 escuelas más competitivas del país procedían de la cuarta parte de hasta arriba en la distribución del ingreso. Con sus criterios de admisión, las universidades elitistas están encima de gigantescas montañas de privilegios y, luego, con sus políticas para las becas salvan la conciencia al ofrecer peldaños chiquititos para todos los demás.
Me fortaleció el libro de Reeves, pero después de hablar unas cuantas veces con él al respecto, he llegado a pensar que las barreras estructurales que él enfatiza son menos importantes que las barreras sociales informales que segregan al 80 por ciento de más abajo.
Hace poco, llevé a comer a una amiga que sólo tiene el certificado de educación media superior. Con poco tacto, la guié hasta una cafetería de sándwiches gurmé. De pronto, vi su rostro congelado ante nombres como “Padrino” y “Pomodoro”, e ingredientes como “soppressata”, “capicollo” y una baguete “striata”. Rápidamente le pregunté si quería que fuéramos a otra parte y ansiosamente asintió con la cabeza y fuimos a comer comida mexicana.
La cultura estadounidense de la clase media alta (donde se encuentran las oportunidades) ahora está llena de significantes culturales que son completamente ilegibles a menos que se haya crecido en esta clase. Sacan provecho del temor humano normal a la humillación y la exclusión. Su mensaje principal es: “No son bienvenidos aquí”.
En su minucioso libro, “The Sum of Small Things” (“La suma de los detallitos”), Elizabeth Currid-Halkett argumenta que la clase instruida establece las barreras no por medio del consumo material y la exhibición de riqueza, sino con prácticas a las que sólo pueden tener acceso quienes poseen información exclusiva.
Para sentirse cómodos en la zonas ricas en oportunidades, es necesario entender las técnicas de las barras, tener el portabebés, el podcast, el camión de comida, el té, el vino y los gustos en Pilates correctos, por no hablar de poseer la actitudes correctas sobre David Foster Wallace, la crianza, las normas de género y la discriminación interseccional.
La clase instruida ha construido una red todavía más intrincada para envolvernos en ella y sacar con cuidado a todos los demás. En realidad, no son los precios los que aseguran que el 80 por ciento de los compradores en Whole Foods sea, tranquilizadoramente, también graduados universitarios; son los códigos culturales.
Las normas del estatus se tratan, en parte, de la colusión, de atraer a personas instruidas al círculo propio, de estrechar los lazos entre uno y las protecciones que se levantan contra todos los demás. Nosotros, en la clase instruida hemos creado barreras a la movilidad que son más devastadoras por ser invisibles. El resto de Estados Unidos no los puede nombrar, no los puede entender. Sólo sabe que están ahí.