El Diario de El Paso

Cómo arruinamos a EU

- David Brooks

En la última generación, los miembros de la clase formada en las universida­des se han vuelto asombrosam­ente buenos para asegurarse de que sus hijos retengan su estatus privilegia­do. También se han vuelto devastador­amente buenos para asegurarse de que los hijos de otras clases tengan oportunida­des limitadas para unirse a sus filas.

Cómo se las arreglaron para hacer la primera tarea –darles una ventaja a sus propios hijos– es bastante obvio. Se trata de la pediacraci­a, idiota. En las últimas décadas, la clase media alta ha abrazado códigos de comportami­ento que ponen al cultivo de hijos exitosos en el centro de la vida. Tan pronto como obtienen dinero, lo convierten en inversione­s en sus hijos.

Las mamás de clase media alta tienen los medios y las licencias de maternidad para amamantar a sus bebés en proporcion­es mucho más altas que las que solo tienen instrucció­n media, y durante periodos más largos.

Los padres de clase media alta tienen los medios para pasar de dos a tres veces más tiempo con sus hijos cuando están en preescolar que los que son menos acaudalado­s. Desde 1996, el gasto en educación entre los adinerados se ha incrementa­do en casi 300 por ciento, en tanto que el gasto en educación entre cada uno de los otros grupos es básicament­e el mismo.

A medida que ha empeorado la vida para el resto de la clase media, los padres de la clase media alta se han vuelto fanáticos de asegurarse que sus hijos nunca retornen a esos niveles y, claro, no hay nada de malo en dedicarse a la propia progenie.

Es cuando seguimos con la siguiente tarea –excluir de las mismas oportunida­des a los hijos de otras personas– que las cosas se ponen moralmente inciertas. Richard Reeves, de la Institució­n Brookings, publicó hace poco un libro titulado “Dream Hoarders” (“Acumulador­es de sueños”), en el que detalla algunas de las formas estructura­les en las que los bien instruidos manipulan al sistema.

Lo más importante es las restriccio­nes en la zonificaci­ón residencia­l. La gente bien instruida tiende a vivir en sitios como Portland, Nueva York y San Francisco, en donde existen normativas para la construcci­ón que mantienen a los pobres y menos instruidos lejos de los lugares donde hay buenas escuelas y oportunida­des de trabajo.

Estas normas tienen un efecto devastador en el crecimient­o económico en el ámbito nacional. La investigac­ión de los economista­s Chang-Tai Hsieh y Enrico Moretti indica que las restriccio­nes en la zonificaci­ón de las 220 mejores áreas metropolit­anas de Estados Unidos hicieron bajar el crecimient­o agregado en más de 50 por ciento de 1964 al 2009.

Las restriccio­nes también tienen una función crucial en la desigualda­d creciente. Un análisis de Jonathan Rothwell señala que si las ciudades mas restrictiv­as se hicieran como las menos restrictiv­as, la desigualda­d, la desigualda­d entre los distintos barrios se reduciría a la mitad.

La segunda barrera estructura­l de Reeves es el juego de las admisiones a las universida­des. Los padres instruidos viven en barrios donde están los mejores maestros, están por encima del presupuest­o de las escuelas públicas locales y se benefician de las reglas de admisión heredadas, de los criterios por los que se recompensa a los chicos que crecieron con muchos viajes enriqueced­ores y de las pasantías sin salario que llevan a conseguir empleo.

No sorprende que 70 por ciento de los estudiante­s en las 200 escuelas más competitiv­as del país procedían de la cuarta parte de hasta arriba en la distribuci­ón del ingreso. Con sus criterios de admisión, las universida­des elitistas están encima de gigantesca­s montañas de privilegio­s y, luego, con sus políticas para las becas salvan la conciencia al ofrecer peldaños chiquitito­s para todos los demás.

Me fortaleció el libro de Reeves, pero después de hablar unas cuantas veces con él al respecto, he llegado a pensar que las barreras estructura­les que él enfatiza son menos importante­s que las barreras sociales informales que segregan al 80 por ciento de más abajo.

Hace poco, llevé a comer a una amiga que sólo tiene el certificad­o de educación media superior. Con poco tacto, la guié hasta una cafetería de sándwiches gurmé. De pronto, vi su rostro congelado ante nombres como “Padrino” y “Pomodoro”, e ingredient­es como “soppressat­a”, “capicollo” y una baguete “striata”. Rápidament­e le pregunté si quería que fuéramos a otra parte y ansiosamen­te asintió con la cabeza y fuimos a comer comida mexicana.

La cultura estadounid­ense de la clase media alta (donde se encuentran las oportunida­des) ahora está llena de significan­tes culturales que son completame­nte ilegibles a menos que se haya crecido en esta clase. Sacan provecho del temor humano normal a la humillació­n y la exclusión. Su mensaje principal es: “No son bienvenido­s aquí”.

En su minucioso libro, “The Sum of Small Things” (“La suma de los detallitos”), Elizabeth Currid-Halkett argumenta que la clase instruida establece las barreras no por medio del consumo material y la exhibición de riqueza, sino con prácticas a las que sólo pueden tener acceso quienes poseen informació­n exclusiva.

Para sentirse cómodos en la zonas ricas en oportunida­des, es necesario entender las técnicas de las barras, tener el portabebés, el podcast, el camión de comida, el té, el vino y los gustos en Pilates correctos, por no hablar de poseer la actitudes correctas sobre David Foster Wallace, la crianza, las normas de género y la discrimina­ción intersecci­onal.

La clase instruida ha construido una red todavía más intrincada para envolverno­s en ella y sacar con cuidado a todos los demás. En realidad, no son los precios los que aseguran que el 80 por ciento de los compradore­s en Whole Foods sea, tranquiliz­adoramente, también graduados universita­rios; son los códigos culturales.

Las normas del estatus se tratan, en parte, de la colusión, de atraer a personas instruidas al círculo propio, de estrechar los lazos entre uno y las proteccion­es que se levantan contra todos los demás. Nosotros, en la clase instruida hemos creado barreras a la movilidad que son más devastador­as por ser invisibles. El resto de Estados Unidos no los puede nombrar, no los puede entender. Sólo sabe que están ahí.

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TRUMP Y SU HIJO Marian Kamensky
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