En cárceles de EU, no hay dignidad para la mujer
La Ley de Dignidad para la Mujer Encarcelada, presentada esta semana por los senadores federales Cory Booker y Elizabeth Warren, es una audaz medida para mejorar el cuidado y el tratamiento de las casi 13 mil reclusas en las prisiones federales. Entre las disposiciones del proyecto de ley, se prohíbe esposar a las mujeres embarazadas dentro de sus celdas o ponerlas en régimen de aislamiento. También ayudaría a las madres encarceladas a mantener vínculos con sus hijos, facilitando las restricciones de visitas y permitiendo llamadas telefónicas gratuitas.
Pero, sobre todo, la ley trata de poner fin a una situación que atenta contra la dignidad del sexo femenino. El proyecto de ley incluye una directiva para distribuir toallas sanitarias y tampones a las reclusas, de forma gratuita.
La propuesta parece tan sensata –y la alternativa tan inhumana– que uno pensaría que estos productos de higiene femenina ya son garantizados en las cárceles. Sin embargo, esto no es así y uno se pregunta por qué no se ha planteado anteriormente como una prioridad legislativa.
Lo más trágico es que la realidad de la disponibilidad de productos sanitarios no es simplemente una cuestión de falta de presupuesto o de que se agotó el inventario. Más bien, tiene que ver con el poder.
En las prisiones de todo el país, desde las cárceles del condado hasta las penitenciarias federales, el acceso a suministros básicos de higiene es retenido; a menudo como resultado de una cultura abusiva que muchas prisiones toleran y pocas leyes han abordado adecuadamente.
En el 2016, un juez de Kentucky se sorprendió cuando una acusada compareció ante un tribunal sin pantalones y sangrando. La prisionera explicó que los oficiales correccionales se negaron a darle una toalla sanitaria y un cambio de ropa cuando les dijo que estaba menstruando. La escena de la sala de tribunal se volvió viral –una escena intensa en la que el juez indignado llamó al personal de la cárcel desde el banquillo, exigiendo una explicación y gritando a la sala: “¿Estoy en cámara escondida? ¿Qué está sucediendo aquí?”.
La mayoría de las presas que pasan por su menstruación no son tan afortunadas de tener a un juez de su lado. En lugar de eso, reciben sarcasmo o preguntas intrusivas como: “¿qué no te di uno ayer?” o, “Maldición, niña, debes tener un mes pesado”. En una prisión estatal de Nueva York (que desde entonces ha sido cerrada) las internas tuvieron que guardar y mostrar sus almohadillas empapadas de sangre, como prueba de que necesitaban más.
La Ley de Dignidad para Mujeres Encarceladas ofrece un lugar de partida inteligente para empezar a resolver un problema oculto y establecer expectativas básicas. Está por verse si la ley podrá hacer mella en el problema básico de este vergonzoso asunto: el abuso del poder y la misoginia a la que están sujetas las mujeres encarceladas.
Instamos a los legisladores a que tengan en cuenta una guía clara para el tratamiento de las reclusas que están menstruando, dejando el menor espacio posible para la subjetividad y la discreción en cuanto a la forma en que se distribuyen los productos. Esto incluye limitar las interacciones entre las reclusas y el personal, especialmente para poner en jaque el abuso emocional y el estigma psicológico resultantes de estas situaciones.
En audiencias del año pasado en el Ayuntamiento de Nueva York, por ejemplo, los activistas testificaron que las toallas sanitarias deberían estar ubicadas cerca de los inodoros o en una ubicación común para que las reclusas puedan simplemente tomar lo necesario sin tener que pedírselo a un celador o celadora. Eso sería un pequeño avance. Lidiar con la menstruación no es privilegio que deba ser mendigado o negociado.