María reveló una isla literalmente a la deriva
El paso del huracán descubrió a una nación que había vivido por décadas aferrado a un espejismo
San Juan — ¿Qué ha quedado en Puerto Rico a casi dos meses del paso del huracán María? ¿Qué se siente habitar una isla cada día más averiada y vacía? ¿Qué más se va a llevar el mar? Algunas respuestas en el diario de una colonizada.
La aparición
Lo único que quedó fue el inodoro. Como siempre, cuando todo acaba se revela el asco, la tripa. El horror. La imagen pertenece a las montañas del barrio La Sierra en Aibonito. No quedaban techos ni paredes en las casas, los caminos aún estaban obstruidos por árboles, el tendido eléctrico seguía caído y el olor a pollos muertos –producto de la devastación en los ranchos, que ahora eran esqueletos sin techos, de una parte sustancial de la industria avícola nacional– corroboraban lo evidente: este no es el país que creíamos tener. En la montaña, lo que se veía era una hilera de inodoros, sin nada más. Todo quedó expuesto.
El paso de María inició la noche del miércoles 20 de septiembre. Casi 24 horas de lluvias y vientos y furia. Atravesó la isla de Puerto Rico por el mismo centro, de norte a sur y apretando en la entraña. Un ultraje total.
En un país en el que abundan los cultos marianos oficiales y en el que se aparece la virgen constantemente en paredes, troncos de árboles y manchas de plátano o de café, el que un huracán lleve ese nombre explota todos los valores simbólicos imaginables. Ya lo dicen los creyentes: son caminos misteriosos.
Nadie recordó que este día 23 se conmemoraba el Grito de Lares, fracasado intento de independizar a Puerto Rico. Pero qué más da un fracaso histórico cuando días antes el país entero se desmoronó de golpe.
El shock y la maldita calma
Llegar a casa, después de días sin saber de nuestra gente. Encontrarlos y abrazarlos como se abraza al que llega de un largo viaje. Sentir que hemos sobrevivido a algo muy duro, porque es la verdad. Alegrarnos de ver, incluso, a quienes no queremos tanto. Llorar porque no es posible reconocer ningún paisaje familiar, porque ya no hay cuerpos físicos para tantas memorias.
No saber de tanta gente y, a su vez, tener la certeza de que hay más de cien desaparecidos, de que mientras haces doce horas de fila para comprar gasolina, decenas de pacientes morirán porque los hospitales no tienen diésel y no llegará a tiempo el oxígeno ni podrán hacerse diálisis; van a morir (y murieron) sin siquiera la mísera dignidad de formar parte de una cifra. Saber que hay barrios incomunicados porque todo colapsó. Sentir el abandono del mundo.
Temer más a la calma que al viento. Temer que vendan lo que queda del país a precio de pescado abombado, temer que a nadie le importe después que se vayan los periodistas internacionales, temer que, cuando dejen de contarnos, acabemos de existir. A todo esto temo.
Un nuevo calendario
María nos ha legado un calendario del shock: desde el 20 de septiembre comenzó un tiempo nuevo.
Contamos los días sin saber de nuestros familiares, sin agua potable, sin electricidad, sin cobrar, las 5 mil despedidas semanales de hermanos que se van y que probablemente no regresarán. Contamos los días desde que nada funciona, desde que nos machacan a diario con la campaña “Puerto Rico se levanta” pero en que lo único que nos levanta son los mosquitos y el calor, al igual que la ansiedad de no saber si volveremos a casa. No nos fuimos de casa, la casa se nos fue.
Así, literalmente, para tantos sin techo y metafóricamente para el resto.
Es muy duro volver a casa cuando esa casa se muestra tal cual es.
La revelación de María
Puerto Rico saldrá de este escenario únicamente como puede hacerlo: con una economía y una población muy reducidas y con las entrañas expuestas, inodoro al aire.
Esa era la gran revelación que nos trajo María: por fin sabemos que país teníamos, una colonia pobre que por más de sesenta años vivió un espejismo.