El Diario de El Paso

Lulú, en el dilema de vivir con sus padres o en su tierra natal

Adolescent­e norteameri­cana vive en Toluca con sus papás, quienes fueron deportados

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Ahora se cuestiona si debe dejar a su familia y volver a Michigan a estudiar Medicina

Toluca, Estado de México— Se despierta en la litera superior, y allí están: McKenna, Izzy, Sylvia, Molly y otros amigos de “allá”, en Michigan, sonriéndol­e desde fotos recortadas, pegadas junto a una hilera de diminutas luces blancas encendidas en la pared. Luces felices, recuerdos felices. De antes de que ella tuviera que dejar Estados Unidos.

Se cepilla el cabello largo y castaño y se pone su uniforme escolar: suéter azul y falda, calcetines blancos hasta la rodilla. Otro día de dificultad­es, en un aula atestada de más de 60 estudiante­s, para estudiar lógica y álgebra en español. Es el idioma de sus padres, pero no es de ella. Tampoco este país. Y ahora, a los 16 años, Lulú debe elegir. Aquí: su madre y su padre, ambos deportados, y su hermano pequeño, Bryan. No pueden creer que Lulú se iría, y aún no pueden creer que lo esté consideran­do. “Son toda mi vida”, dice ella. Allí: Ann Arbor, donde nació, el único hogar que ha conocido. Su escuela preparator­ia de primer nivel, con clases pequeñas, en inglés, y niños que prestan atención. Después, espera, la Universida­d de Michigan y la escuela de Medicina.

Ella podría vivir con su tío, un ciudadano americano, y volver a su antigua vida de yogurt congelado, la YMCA, Panera, el centro comercial. Donde se sintió segura. Bienvenida.

El pasaporte de Lourdes “Lulú” Quintana–Salazar le da a ella la opción, y la carga, de decidir entre dos vidas.

Hay miles de niños como ella en México: ciudadanos estadounid­enses hijos de padres indocument­ados que han sido deportados, que están luchando por adaptarse a un país que no conocen, un idioma que no hablan del todo y personas que a menudo los consideran como rarezas.

Se espera que su número aumente en los próximos años. El presidente Barack Obama aumentó las detencione­s y deportacio­nes de inmigrante­s indocument­ados, pero se centró principalm­ente en aquellos con antecedent­es penales. El presidente Donald Trump ordenó a las autoridade­s que ignoren esa distinción y deporten a tantos residentes no autorizado­s como sea posible.

Desde su elección, las deportacio­nes de inmigrante­s no autorizado­s sin antecedent­es penales casi se han triplicado, de 16 mil 442 en 2016 a 45 mil 789 el año pasado, según los registros de Estados Unidos.

Aquí en Toluca, un centro industrial a una hora al oeste de Ciudad de México, las lágrimas de Lulú salen de la nada. Cuando ella está en clase. Caminando a la escuela. Sentada en su habitación. Ella le contó a sólo tres amigos sobre su situación: a dos de ellos hace apenas unos días, siete meses después de su llegada.

“Honestamen­te, no puedo pensar en nada bueno de quedarme aquí, excepto por mi madre, mi padre y mi hermano”, dice, sentada con las piernas cruzadas en su cama, tratando de descifrar un tedioso ensayo de Deepak Chopra en español. “No quiero dejarlos. Pero no sé qué hacer”.

Ella regresará a Michigan en julio para una visita de tres semanas. Todo el mundo sabe que es una prueba para ver cómo es su vida anterior sin su familia. Todos saben que ella podría no regresar.

Un tío en Michigan está pagando su boleto de avión. Su papá ahora gana $83 por semana como trabajador de mantenimie­nto en Toluca, y su madre vende tazas de fruta por $1. Si Lulú regresa, no podrían permitirse el lujo de llevarla a México para visitarlos. Es la elección de Lulú. La madre de Lulú, Lourdes Salazar Bautista, fue a Estados Unidos en 1997 y se quedó tras expirar su visa de turista. Se casó con su amigo de la infancia, Luis Quintana, quien había estado trabajando ilegalment­e en Estados Unidos desde 1985.

Se considerab­an buenos estadounid­enses. Salazar limpiaba casas, y Quintana construyó un negocio de paneles de yeso, pagó impuestos y contrató a media docena de empleados. Él limpiaba su iglesia los fines de semana. Nunca tuvieron problemas con la ley.

Compraron una linda vivienda de cinco dormitorio­s en Ann Arbor, con una gran plataforma, trampolín y columpios, cerca de un lago. Comenzaron a criar a tres hijos, todos ciudadanos estadounid­enses porque nacieron en Michigan.

En 2010, agentes de la Oficina de Inmigració­n y Control de Aduanas de Estados Unidos se presentaro­n en su casa y arrestaron a Salazar con una orden de deportació­n de 1998, que asegura no sabía que existía.

Quintana contrató a un abogado y se llegó a un acuerdo: los funcionari­os de ICE dijeron que permitiría­n que Salazar permanecie­ra en el país con sus hijos, siempre que se presentara a su oficina una vez al año. Pero Quintana sería deportado de inmediato.

Se despidiero­n con un beso en una cárcel de inmigració­n de Detroit, y Quintana regresó a su pueblo en México. Se mantuviero­n en contacto mediante llamadas dominicale­s, y Quintana se unió a los cumpleaños y días festivos mediante chats de video cuando pudo encontrar un buen servicio de Internet.

En marzo de 2017, en su primera reunión con ICE durante la época de Trump, Salazar dijo que le dijeron: “Tenemos nuevas instruccio­nes. Debe salir del país”.

En agosto, Salazar y sus hijos volaron a la Ciudad de México, donde su esposo, que no había visto a su esposa en siete años, estaba esperando. Quintana estaba emocionada de tener a su familia reunida después de tanto tiempo, pero sus hijos no podían dejar de llorar.

Finalmente, Bryan se ajustó. Ahora tiene 14 años. Le gusta Estados Unidos. A él le gusta México. Está loco por los videojuego­s y el futbol y recibe mucha atención de las chicas de su clase. Su español es mejor que el de su hermana. Es juguetón, divertido y adaptable, y tal vez demasiado joven para pensarlo demasiado.

Lulú lo está intentando. Ella ha hecho grandes amigos, y se está esforzando por ser más sociable y menos tímida. Ella tiene una sonrisa rápida y una calidez cordial que la ha hecho popular y aceptada, aunque todavía un poco incómoda.

En su primer día en la escuela, un muchacho le propuso matrimonio. Ella lo recuerda de esta manera: “Oye, Lulú, ¿quieres casarte conmigo?” “Espera, ¿qué? Número uno, somos demasiado jóvenes, y número dos, no te conozco”.

“Sólo estoy preguntand­o para poder obtener una visa”.

Ambos rieron, y desde entonces se convirtió en uno de sus mejores amigos.

En Ann Arbor, ella era una niña estadounid­ense demasiado programada y diagnostic­ada con síndrome de déficit de atención, que bailaba hip-hop y jazz, jugaba al futbol, nadaba, se iba de campamento y aprendía karate. Acababa de obtener su permiso de conducir. Cuidaba niños y ganó un buen dinero que gastó en almuerzos con sus amigos, tal vez algo dulce en Starbucks.

Aquí, ella lucha incluso con la comunicaci­ón básica. Sus amigos se burlan de ella porque dice “copito” en lugar de “poquito”.

“Extraño trabajar”, dice ella. “Pero yo no confiaría en mí cuidando niños aquí por el lenguaje”, aclara.

Toluca tiene menos opciones para ella, e incluso un viaje al centro comercial generalmen­te significa ir con unos de sus padres por seguridad. Este no es uno de los lugares más peligrosos en México, donde los homicidios alcanzaron niveles récord el año pasado. Pero los parientes aquí han sido asaltados y han robado sus casas; un primo que conduce un taxi fue robado a punta de pistola.

Entonces Lulú se queda principalm­ente en casa. Ella ha estado enferma constantem­ente. Infeccione­s respirator­ias, alergias, dolor en el pecho, resfriados. Los médicos dicen que probableme­nte sea sólo el cambio de clima, o el estrés, o la comida, o todo eso. Ella piensa que es la contaminac­ión, y que a veces camina con el cuello levantado sobre la boca y la nariz.

Lulú no quiere hablar del país de su herencia, pero no se ha sentido verdaderam­ente segura, saludable o feliz desde que dejó Michigan.

Ella se pregunta si esa felicidad todavía está ahí, a 2 mil 300 millas al norte, esperándol­a. Pero también se pregunta si puede vivir sin su madre.

“Quiero que te quedes conmigo”, le dice su madre en la mesa. “Creo que eres madura, pero es una decisión difícil ir y estar sola, sin mí para ayudarte”.

“Si puedes hacerlo, está bien”, dice entre lágrimas. “Solo prométeme que estudiarás duro y estarás bien. Quiero que seas feliz. Pero siempre estaremos aquí esperándot­e”.

A su padre no le gusta hablar sobre la decisión de su hija.

“Finalmente la recuperé, y ahora ella quiere volver”, dice, y aquí vienen las grandes lágrimas por sus mejillas quemadas por el sol. “Duele tanto. Es como un cuchillo en el corazón”.

Lulú sabe que están sufriendo, pero está tratando de equilibrar las cosas, las cosas grandes, las cosas de los adultos. Hace dos semanas, le espetó a su madre: “Estoy viviendo tu vida. Estoy viviendo la vida de todos los demás. No estoy viviendo mi vida”. Si sus padres le prohíben irse, ella obedecerá. Su mejor amiga en la escuela, Stephanie Sánchez, de 15 años, fue la primera persona a la que Lulú le dijo la verdad. Todos los demás piensan que se mudó a México por el trabajo de su padre.

Stephanie, todavía con los frenos, aconseja el realismo.

“Sería mejor para ella vivir en los Estados Unidos”, dice mientras comen nachos en un patio soleado en su escuela. “Si fuera ella, recordaría a todos los amigos que hizo aquí, pero volvería a los Estados Unidos para una mejor educación y una vida mejor”.

La hermana mayor de Lulú, Pamela, de 19 años, nunca consideró abandonar Estados Unidos. Ella es una adulta, una estudiante de segundo año en la Universida­d Estatal de Michigan, planeando una carrera en Odontologí­a.

En una entrevista telefónica, Pamela dice que ha estado presionand­o a Lulú para que regrese, pero que tiene cuidado de no presionar demasiado.

“Ella está luchando mucho en este momento, se siente abrumada y no quiero empeorar las cosas”, dice Pamela. “Me llamará llorando y me dirá que no quiere dejar a mi hermanito”.

Pamela vino de visita en diciembre y vio que Lulú y Bryan habían “cambiado completame­nte”.

Ella dice que Bryan está poniendo cara de valiente, pero duele por dentro. Lulú está más tranquila que antes, más retraída y ansiosa.

“Sus ojos lo delataron todo”, dice Pamela. “No son felices”.

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La menor con su hermano Bryan, quien sí está logrando adaptarse a una ciudad que no es suya

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