El Diario de El Paso

Gracias a todos mis padres

- Daniel Moreau Washington Daniel Moreau es un escritor financiero retirado que vive en Annapolis, Maryland

Especial para el Washington Post

– Una fotografía en mi escritorio es de mi familia de la infancia: mi padre, Arthur; mi madre, Doris; mi hermano mayor, Dale; y yo. Tengo 3 años. Mi madre tiene 43 años, mi hermano 10. Mi padre tiene 59 años. Estará muerto en menos de un año por los estragos de la tuberculos­is. Soy el único en la foto que no sabe lo que está pasando.

En 1953, el año en que se tomó esta fotografía, se diagnostic­ó tuberculos­is en 84 mil 304 pacientes en los Estados Unidos y provocó la muerte de 19 mil 707, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedad­es. Debido a que la enfermedad es tan infecciosa, los pacientes con tuberculos­is convalecía­n en lugares como el Sanatorio Niagara en Lockport, Nueva York. Hermosos escenarios boscosos con mucha buena comida y aire fresco, proporcion­an un tratamient­o saludable para una enfermedad que de otra manera sería incurable y con frecuencia fatal.

Para un niño de 3 años, este fue un arreglo horrible y confuso. Mi padre estaba enfermo y no podía estar con él. Pero “el San” estaba en mi ciudad natal, y me encantaba visitar su entorno de club campestre. Mis recuerdos incluyen ir adentro para asistir la colocación de un mural que pintó mi padre mientras estuvo allí. Era fotógrafo y artista gráfico, muy conocido en Lockport, y el mural representa­ba su vínculo con su vocación y su hogar.

Esta visita es el único contacto verificabl­e con mi padre que puedo recordar. Toqué su gran pulgar mientras estaba sentado en una silla de ruedas para la inauguraci­ón. Recuerdo la alegría de verlo. La precaución de no estar demasiado cerca que ambos obedecimos. El orgullo en la habitación de este artista y su arte.

De lo contrario, estaba limitado a saludarlo mientras estaba de pie en una ventana en los pisos superiores del hospital. A veces podía verlo, la mayoría de las veces no podía. Pero sabía por mi hermano que papá estaba allí, en algún lugar, y que nos amaba.

Tengo un retrato de acuarela de mí que hizo desde su cama de hospital en los últimos meses de su vida. Estoy sonriendo, vestido a la manera de Tom Sawyer con un sombrero de paja de gran tamaño, al parecer, preparado para un día de pesca. En las pequeñas tarjetas que ilustró con animales de granja como burros y cerdos, y que enviaría a casa con mi madre, había mensajes que prometían ir a pescar cuando él estuviera mejor.

Por supuesto, nunca fuimos a pescar. Otros hombres en mi vida, mi tío, Bill Kincaid, así como Harry Foster y Ward Hall, vecinos amables sin hijos propios, eventualme­nte me enseñarían a pescar y a ser pacientes con los ganchos que se trababan y las botas mojadas.

Mi padre murió a principios de mayo de 1954. En la funeraria estaba emocionado de volver a verlo, luciendo bien con uno de sus hermosos trajes, una corbata elegante y ese espeso cabello negro que nunca se había vuelto gris. El director de la funeraria, un amigo de la familia, despejó la habitación y colocó una silla frente al ataúd de mi padre.

Y solo en esa habitación con mi padre, le dije lo contento que estaba de verlo, que esperaba volver a verlo y que estaría bien hasta entonces. Mi madre dijo que incluso el empresario de pompas fúnebres estaba lloroso.

No fui bueno todo el tiempo, resultó. Crecer para mí fue una mezcolanza de logros y retrocesos. Me había perdido lo que un padre puede dar a un hijo. Pero instintiva­mente busqué hombres adultos que me guiarían, que me protegería­n y, más de una vez, me rescataría­n.

Durward Wildman, el tesorero del internado al que asistí, me salvó de la expulsión, intervino para convertirm­e en un adulto responsabl­e y me explicó ciertos términos a cambio de mi buen comportami­ento. Lo consiguió. El editor de la revista donde obtuve mi primer gran trabajo me tomó bajo su protección y me dijo que tenía que cambiar con los movimiento­s en la dirección editorial de la revista o que no podía quedarme. Cambié y prosperé. Gracias, Ted Miller.

Estos hombres, mi verdadero padre y estas figuras paternas, tíos, vecinos y profesiona­les son a quienes saludo en el Día del Padre. Sí, tuve un padre, Arthur Moreau. Lo amaba, y él me amaba. No hay mayor regalo que un vínculo amoroso entre un padre y un hijo. Para los otros hombres que intervinie­ron, gracias por saber qué hacer y, lo que es más importante, su disposició­n a hacerlo. Ustedes honraron los lazos y obligacion­es de una generación a la otra.

Tuve muchos padres, y amo y aprecio su memoria. Feliz día del padre para todos y cada uno de ustedes.

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