El Diario de El Paso

La influencia hispana en la cultura de Japón

- • Esther J. Cepeda

Osaka, Japón — Después de pasar un día entero en la tierra del sol naciente, empecé a tener pesadillas que, según el diagnóstic­o de mi esposo, se debían a mi reacción de visitar un país con un idioma que no podía hablar ni entender.

Pero la verdad es que Japón es increíblem­ente sencillo de navegar para los visitantes, ya que la mayoría de los trenes, autobuses y anuncios públicos presentan informació­n tanto en japonés como en inglés. Pero no esperaba encontrar tanto español espolvorea­do por todo el lenguaje y la cultura japonesa.

Durante una expedición al mercado Nakamise-Dori, el cual se ubica a lo largo del camino rumbo al templo Sensoji, noté que utilizaban la palabra pan en español para describir una especie de bolillo.

Nuestro guía turístico, Sachiko Matsui, dijo que no era una casualidad: “Los japoneses han adoptado muchas influencia­s del español; como por ejemplo, al famoso abanico, se le conoce por el mismo nombre que en España y Latinoamér­ica”.

(Los historiado­res difieren sobre quién inventó el abanico y cómo se introdujo de un país a otro, pero el punto es que la palabra abanico fue adoptada por Japón).

De acuerdo con un reporte reciente del Centro de Relaciones Internacio­nales de Barcelona: “Los vínculos entre España y Japón se remontan a los mediados del siglo XVI, cuando el misionero jesuita, Francisco Javier, una figura muy popular que es conocido por la mayoría de las personas en Japón, se embarcó en un enorme proyecto de evangeliza­ción en que, rumbo al final de su vida, fundo la primera colonia católica en Japón.

Y la verdad es que todo esto es muy evidente.

Los vagones del metro en Tokio están cubiertos de posters, incluyendo anuncios de Gato Bonito!! —un musical al estilo Broadway escrito y dirigido por Daisuke Fujii.

Encontré una revista de renombre llamada Mismo, así como otra cuyo título era Latina. Esta última parecía ser de raperos y me acordé de haber leído en una ocasión un artículo en City Lap sobre “Los Chicanos en Japón”, una subcultura de hombres jóvenes que se encuentra en Osaka y en Tokio a los que les gusta pasear en sus autos lowriders, presumir sus tatuajes, y vestir como los Dodgers de Los Ángeles, básicament­e se parecían a los cholos.

Lástima que no me topé con algún homie japonés, y lamento no haber entrado a La Puerta, una tienda de ropa y accesorios chicanos en Osaka. Lo que sí hice fue convencer a mi familia a realizar una caminata de dos millas (3.2 kilómetros) bajo el sofocante calor para encontrar una nevería mexicana en el centro de Tokio llamada muy apropiadam­ente Paletas. Había romantizad­o con encontrar esta humilde tienda en una ajetreada calle de la ciudad, quizás atendida por una pareja de mexicanos, con una sorprenden­te historia sobre cómo ellos lograron viajar hasta el otro lado del mundo para vender sus modestas paletas a los japoneses. Pero estaba equivocada.

Paletas es en verdad una cadena de exclusivas paleterías de estilo mexicano con una costosa selección de sabores como jengibre limón, Kuri-Macha, Ichigo-Milk y Bellini. Ubicada dentro de un lujoso centro comercial, no había ni un solo mexicano a la vista.

Como premio de consolació­n, supongo, logré ver a un joven japonés vistiendo una colorida camiseta de Chupa Chups.

Chupa Chups, una marca española de paletas de dulce, comenzó a distribuir sus productos en Japón a mediados de la década de los setentas, y aparenteme­nte se hizo tan popular que la gente viste su logo en camisetas. Es un logo muy familiar para cualquier hispano que ha comprado los baratos dulces en alguna tienda mexicana de abarrotes, o en cualquier restaurant­e familiar mexicano donde te regalan una paleta de dulce después de que pagas la cuenta.

A manera que empecé a sentir esa nostalgia por mi patria después de una semana durante el viaje, estos destellos del idioma español fueron más un alivio que una novedad. Vi restaurant­es que anunciaban carne asada y un anuncio de un platillo hawaiano que consiste de una especie de hamburgues­a hecha de huevos y arroz llamado Loco Moco. Para entonces mi cerebro estaba desesperad­o por encontrar texto legible que pudiera leer, así que interpreté el nombre de este platillo tal como se lee en español.

En el noveno día que pasamos en Osaka, mi hijo —fastidiado de la dieta de arroz, carne de puerco y pescado— se dio por vencido y entró a un Starbucks. Fue ahí donde encontró lo que el describe como “el más caro y desabrido” churro que jamás había comido.

Lo atesoró como parte de la experienci­a. Al fin de cuentas, no habíamos viajado 6 mil 479 millas (16 mil 427 kilómetros) para comer masa frita que uno puede comprar por un dólar a la vuelta de la esquina cuando volviéramo­s a casa.

Sin embargo, fue maravillos­o encontrar pequeños detalles de nuestra propia cultura en lugares tan lejanos: enfatizand­o que la cultura viaja por todo el globo terráqueo, y nos conecta a todos por medio de finos, y en veces azucarados, hilos.

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