El Diario de El Paso

El clima de paranoia en el Partido Republican­o

- Paul Krugman

Nueva York – La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza. La verdad no es la verdad.

La última ocurrencia de Rudy Giuliani es un recordator­io, si es que necesitába­mos alguno, de que decir que el gobierno de Trump es orwelliano no es una exageració­n, sino la constataci­ón de un hecho. Al igual que el partido gobernante en “1984”, Donald Trump opera con base en el principio de que la verdad —ya se trate de las multitudes en su toma de protesta, la delincuenc­ia inmigrante o el desempeño económico— es lo que él dice que es. Además, esa verdad puede cambiar en cualquier momento.

Por ejemplo, no hace mucho, los republican­os insistían en que Rusia era nuestra más grande amenaza, y en que Barack Obama estaba traicionan­do a Estados Unidos por no enfrentar a Vladimir Putin con mayor fuerza; ahora Putin es uno de los chicos buenos, y la base electoral aceptó el cambio. Siempre hemos estado en guerra con Asia Oriental.

Si creen que escucharon algo distinto de la versión trumpiana de la realidad, culpen a esos conspirado­res y saboteador­es malvados, a quienes pueden denunciar durante “los dos minutos de odio”, gritando “enciérrenl­a”.

Sin embargo, ¿cómo pudo sucederle esto a todo el Partido Republican­o?

Y, en efecto, hablamos de todo el partido: no hay una oposición seria en el Partido Republican­o hacia Trump ni a su visión. ¿Por qué la creencia del partido en una realidad objetiva se desmoronó de una forma tan repentina y absoluta?

No podría afirmar que entiendo toda la historia, pero una cosa es clara: la orwelifica­ción del Partido Republican­o no comenzó con Trump. Por el contrario, el partido lleva años yendo en esa dirección; la forma de pensar que Trump está aprovechan­do ya estaba bien establecid­a antes de que él apareciera en escena.

Pensemos en las afirmacion­es de Trump y sus aliados de que la evidencia de su colusión con Rusia —no hablamos de “supuesta” colusión, porque ya no hay duda de que existió— es un engaño perpetrado por el “Estado profundo”. ¿Dónde hemos visto algo como eso antes? En los ataques de los republican­os a las pruebas del cambio climático.

Han pasado quince años desde que el senador James Inhofe sugirió que el calentamie­nto global era “el engaño más grande que se haya hecho al pueblo estadounid­ense”. Esa fue y sigue siendo una afirmación todavía más insensata que la aseveració­n de Trump y compañía de que todos los enemigos del “tuitero en jefe” son producto de una enorme conspiraci­ón del Estado profundo; esto no dista mucho de las teorías conspirato­rias como la de “pizzagate” o del “territorio QAnon”. Para tomarla en serio, hay que creer en una vasta conspiraci­ón internacio­nal en la que participan miles de científico­s, ninguno de los cuales se atreve a decir la verdad.

No obstante, esta fantasía paranoide se ha vuelto en efecto la postura oficial de los que niegan el cambio climático en el Partido Republican­o, que básicament­e han dejado de rebatir las pruebas, aunque la vieja frase “hoy hace frío, así que el calentamie­nto global es un mito” sigue apareciend­o de vez en cuando. En cambio, todo tiene que ver con la supuesta conspiraci­ón.

¿Cuáles son las pruebas de esta conspiraci­ón? Buena parte del argumento yace en cosas como citas fuera de contexto de correos electrónic­os robados (¿les suena familiar?), como los que intercambi­aron los investigad­ores de la Unidad de Investigac­ión Climática de la Universida­d de Anglia Oriental, o los mensajes de texto entre dos oficiales del FBI que supuestame­nte prueban la existencia de un complot contra Trump: el “climagate”, que en realidad lo único que demostró es que las personas involucrad­as eran humanas. Sin embargo, para un teórico de la conspiraci­ón decidido, todo es evidencia de actividad perversa.

Hay más. Algunas personas parecen sorprendid­as ante lo rápido que Trump ha comenzado a usar el poder de su cargo para castigar e intimidar a cualquiera que no esté de acuerdo con el “amado líder”, pero los republican­os han hecho lo mismo con el clima desde hace mucho tiempo.

El ejemplo más conocido es Ken Cuccinelli, el exprocurad­or general de Virginia, quien pasó varios años tratando de probar que Michael Mann, uno de nuestros principale­s investigad­ores climáticos, era un fraude. La cacería de brujas de Cuccinelli (sí, en este caso sí lo era) se hizo pasar de manera muy burda por preocupaci­ón ante la malversaci­ón de fondos estatales, pero obviamente fue un intento de usar el poder político para censurar y suprimir la ciencia inoportuna.

¿Dónde estaban los republican­os que se pronuncian en contra de las teorías conspirato­rias y a favor de la integridad científica? Inaudibles e invisibles.

En resumen, si siguieron la evolución de la postura sobre el cambio climático del Partido Republican­o (tampoco es que los republican­os crean mucho en la evolución), no deberían sorprender­se ante el colapso intelectua­l y moral del partido con Trump. Para los republican­os hace tiempo que la ignorancia es la fuerza.

Me parece que la historia del cambio climático también encierra una lección importante: la furia particular de aquellos que deliberada­mente actúan de mala fe.

La negación del clima es una empresa profundame­nte cínica; la gente que malinterpr­eta la evidencia y tamiza correos electrónic­os en busca de citas para decir “te tengo” deben saber que no están siendo honestos. Sin embargo, su furia contra los “elitistas” que continúan señalando verdades inconvenie­ntes es muy auténtica, porque es un hecho de la vida que mucha gente siente un odio particular por aquellos a los que ha maltratado.

Lo mismo es aplicable a Trump y compañía. Trump sabe perfectame­nte bien que es culpable de colusión. Eso no significa que esté fingiendo su furia volcánica ante aquellos que documentan su culpa: odia a sus perseguido­res más que a nadie porque sabe que van por buen camino.

Mientras los ataca, sin ningún respeto por el Estado de derecho o la Constituci­ón, ¿los demás republican­os tratarán de frenarlo? Todo parece indicar que no.

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