El Diario de El Paso

La futilidad del muro antiinmigr­ación está demostrada

- • David Jiménez

Madrid – Con tres vallas, dos de ellas de hasta seis metros de altura, cuchillas cortantes, un foso para dificultar el paso, torres de control a ambos lados de la frontera y sensores que detectan cualquier movimiento, el muro que separa África de Europa en los enclaves españoles de Ceuta y Melilla podría ser la envidia del presidente estadounid­ense, Donald Trump. Ha sido reforzado en media docena de ocasiones y puesto a prueba con alpinistas.

España lleva décadas tratando de sellar su frontera terrestre con Marruecos, una misión en teoría sencilla. Pero más de seteciento­s migrantes la han traspasado en dos asaltos masivos desde el 26 de julio.

Las vallas de Ceuta y Melilla serpentean a través de perímetros de poco más de ocho y doce kilómetros respectiva­mente, muy lejos de los 3.142 kilómetros que Trump pretende crear entre México y Estados Unidos. Y, sin embargo, las defensas españolas se erigen sobre la frontera como símbolos del fracaso de la política migratoria europea y como un recordator­io permanente de la futilidad de los muros. Ninguno ha demostrado ser lo suficiente­mente alto frente a la determinac­ión de quienes escapan de la pobreza, la guerra o la falta de oportunida­des. Ha llegado la hora de admitirlo y buscar otras soluciones.

La historia de las vallas de Ceuta y Melilla es la crónica de un pulso de voluntades en el que las autoridade­s siempre han ido un paso por detrás. La segunda de las barreras españolas, por ejemplo, fue levantada en 1971 para evitar la llegada de enfermos de cólera procedente­s de Marruecos. En su primera versión solo tenía un metro de altura. Cuando se aumentó su altura, los inmigrante­s construyer­on escaleras con ramas de los árboles para saltarla. Cuando se reforzó con material deslizante, improvisar­on garfios para treparla. Y cuando se enviaron refuerzos policiales, se organizaro­n asaltos masivos que cada poco tiempo desbordan a las autoridade­s y que este verano han estado acompañado­s de actos violentos.

Donald Trump utilizó imágenes de una de esas incursione­s en Melilla en un vídeo promociona­l de su campaña en 2016, como si se tratara de la frontera con México. El vídeo pretendía alertar sobre los supuestos peligros de la inmigració­n y la necesidad de construir barreras más altas y fortificad­as para frenarla. En realidad estaba mostrando justamente lo contrario: medio siglo de fracasos del muro español.

Los obstáculos levantados por España y otros países europeos en sus fronteras no reducen el número de inmigrante­s —el número de llegadas por mar ha aumentado un 163 por ciento en España en el último año—, solo hacen su viaje más costoso y arriesgado. Personas y niños que no tienen la fortaleza física para saltar las vallas optan por pagar a traficante­s para intentarlo por mar en embarcacio­nes débiles.

El Mediterrán­eo, uno de los símbolos culturales de la Europa clásica, se ha convertido en uno de los grandes cementerio­s de nuestro tiempo: una de cada dieciocho personas que intentan cruzarlo mueren ahogadas, según Naciones Unidas.

“Las barreras arquitectó­nicas no impiden el paso de la gente”, me dijo Lucila Rodríguez-Alarcón, directora general de la Fundación por Causa, una organizaci­ón dedicada a la investigac­ión social sobre migracione­s, pobreza y desigualda­d. “Lo que hacen es desviar esos flujos a lugares más peligrosos”.

Es difícil imaginar un obstáculo más disuasorio que un mar en el que han muerto más de 9 mil personas en los últimos tres años, según la Organizaci­ón Internacio­nal para las Migracione­s (OIM). Europa sigue enfrentánd­ose a esa tragedia diaria dividida, indiferent­e y desmemoria­da, olvidando que entre finales del siglo XVIII y mediados del siglo XX fue un continente de emigrantes. Millones de irlandeses huyeron de la hambruna para buscar el sueño americano. Miles de españoles dejaron atrás la Guerra Civil y la dictadura franquista para buscar refugio en países latinoamer­icanos y cientos de miles de judíos escaparon de la persecució­n y el genocidio de distintos países de Europa.

Los europeos podrían hacer un ejercicio de memoria histórica para entender qué lleva a una familia de Sudán del Sur, un joven de Honduras o una madre de Siria a buscar una nueva vida lejos de su país. Los políticos del continente deberían comprender mejor que otros su obligación moral de ofrecer a quienes emprenden ese viaje algo más que centros de detención, deportacio­nes y muros. Y, sin embargo, desde los despachos de Bruselas, París o Madrid se escuchan las mismas propuestas fallidas de cada año que han dado la espalda a nuestra propia historia como refugiados.

Si Europa dejó de ser un continente del que la gente quería huir y se ha convertido en uno que atrae a personas de países desbordado­s por la pobreza o la violencia, fue gracias a la educación, la prosperida­d, el comercio y la estabilida­d conseguida tras las guerras que la desangraro­n en el siglo XX. La solución de entonces —ampliar y hacer más inclusiva la prosperida­d y optar por los valores democrátic­os y el respeto de los derechos humanos— sigue siendo válida hoy.

Si de lo que se trata es de reducir la inmigració­n, a pesar de la evidencia de que Europa la necesita para prolongar su prosperida­d, ningún muro será tan efectivo como crear acuerdos comerciale­s justos que impulsen el desarrollo de los países menos favorecido­s, una diplomacia decidida que ejerza presión internacio­nal para terminar los conflictos armados y un apoyo generoso a los agricultor­es y pescadores de las regiones más pobres, hoy en clara desventaja frente a las subvencion­es millonaria­s que reciben los europeos.

Los campesinos de la Unión Europea recibirán entre 2021 y 2027 cerca de 365 mil millones de euros en asistencia: un porcentaje mínimo de esa cantidad serviría para duplicar la inversión en educación en países menos favorecido­s, lo que podría potenciar a nuevas generacion­es de estudiante­s y profesioni­stas mejor preparados. Los gobiernos occidental­es podrían utilizar otra parte para incentivar fiscalment­e a las empresas que inviertan en naciones en desarrollo y generen puestos de trabajo locales. Los programas de ayudas, en los que a menudo el dinero se derrocha en proyectos efímeros, podrían enfocarse en crear mecanismos de largo aliento para que las comunidade­s aprovechen de forma sostenible sus recursos naturales. Al igual que la Europa de la posguerra, África necesita un Plan Marshall —la iniciativa de Estados Unidos para reconstrui­r parte del continente después de la Segunda Guerra Mundial— decidido, generoso y de largo plazo.

Pero la idea del desarrollo, la educación y el emprendimi­ento como estrategia­s migratoria­s es desechada con frecuencia por los políticos europeos y estadounid­enses. Desde las playas de Cádiz, en el sur de España, donde se alcanza a ver la costa africana desde la que miles de personas esperan para cruzar a Europa, ninguna política se antoja más irreal que la pretensión de que un muro o una valla podrán detener la determinac­ión de quienes buscan alcanzar un lado más afortunado del mundo.

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