El Diario de El Paso

La competenci­a y moderación de George H.W. Bush fueron suficiente­s

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Una administra­ción de un término se etiqueta casi automática­mente como “fallida”. Cuando George Herbert Walker Bush fue derrotado hace un cuarto de siglo, después de cuatro años en el cargo, tuvo un índice de aprobación terrible y fue despreciad­o por los demócratas de la oposición y muchos republican­os también.

“Era un presidente ineficaz de un sólo mandato”, dijo Lyn Nofziger, un ex asesor directo del presidente Ronald Reagan. “Se alejó del legado de Reagan y trató de crear el suyo propio, y fracasó en eso”. Este veredicto caracterís­ticamente mordaz del difunto Nofziger fue injusto en 1995 y parece aún más hoy en día.

La verdad sobre la primera administra­ción de Bush nunca se ocultó: Bush, quien murió el viernes a los 94 años, no tuvo grandes sueños de transforma­ción, no estaba muy involucrad­o en “la cuestión de la visión”, como dijo. Lo que hizo Bush fue manejar una serie de crisis históricas con competenci­a y moderación, al mismo tiempo que aborda los conflictos y compromiso­s cotidianos de legislar y presupuest­ar de manera responsabl­e y razonable. Bush lo hizo bien mientras ocupaba el cargo.

Sus actos más poco atractivos vinieron en su búsqueda. El final de la Guerra Fría y de la Unión Soviética, eventos trascenden­tales, ocurrieron bajo la vigilancia de Bush. Hubo errores, pero en general su manejo fue hábil; Bush vio la importanci­a de dar apoyo tácito a los reformista­s soviéticos sin provocar que sus oponentes actúen contra ellos.

Sus decisiones en 1990-1991 para proteger a los aliados árabes y expulsar a las fuerzas iraquíes de Kuwait fueron audaces y bien tomadas. Menos defendible fue el llamado a los iraquíes a levantarse contra Saddam Hussein después de la guerra, y el hecho de no responder cuando Hussein procedió a matar a los que lo hicieron.

Bush nació en la política republican­a; su padre se desempeñó como senador de los Estados Unidos de Connecticu­t. Pero era un Partido Republican­o muy diferente entonces, uno en el que el compromiso de la familia Bush con causas tales como los derechos civiles y la planificac­ión familiar era aceptable.

Cuando el joven Bush entró a la política en Texas, donde había ido a hacer fortuna en el negocio petrolero, pronto se dio cuenta de la tendencia a la derecha en el partido, y se postuló para el Senado de los Estados Unidos como un conservado­r incondicio­nal que se oponía a la Civil Ley de derechos de 1964. Perdió esa elección y, cuando llegó a Washington como congresist­a, una vez más adoptó una postura más moderada sobre los derechos civiles y otros asuntos.

En su campaña presidenci­al de venganza en 1988 contra el entonces gobernador de Massachuse­tts Michael Dukakis, Bush confió en los ataques bajo el cinturón de tales “problemas” como el programa de reclutas de su oponente y el veto de un proyecto de ley estatal que exige el compromiso de la lealtad en las escuelas.

Quizás lo más dañino que hizo ese año fue aceptar un eslogan que la gente recordaría: “Lee mis labios, no hay nuevos impuestos”. Se recordó demasiado bien cuando Bush, en calidad de presidente, al tratar con la realidad, acordó un acuerdo con los demócratas para reducir los déficits en aumento, en parte mediante el aumento de algunos impuestos.

La ira de los republican­os por lo que considerab­an una traición, así como una breve recesión económica, contribuyó enormement­e a la derrota de Bush. Era extraño que el término “wimp” se aplicara a George H.W. Bush, un hombre que se alistó en la Marina el día que cumplió 18 años y voló 58 misiones de combate.

Quizás más extraño fue cómo el comediante y el imitador de Bush Dana Carvey (de quien luego Bush se hizo amigo) tuvo tanto éxito con una línea burlándose de la prudencia del presidente: “No sería prudente”.

Es curioso cómo, desde que Bush dejó el cargo, y especialme­nte en los últimos años de posturas políticas, demandas no negociable­s y demagogia sin vergüenza, la prudencia ha llegado a parecer tremendame­nte atractiva.

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