Unas bolas de nieve que se derriten
¿Recuerdan el invierno de la deuda?
A finales de 2010 y principios de 2011, la economía de Estados Unidos apenas había comenzado a recuperarse de la crisis financiera de 2008. Alrededor del nueve por ciento de la fuerza laboral todavía estaba desempleada; el desempleo a largo plazo era particularmente grave, ya que más del seis por ciento de los estadounidenses no habían tenido un empleo durante seis meses o más. Uno habría esperado que la crisis continuada del empleo estuviera en el centro de buena parte del debate sobre políticas económicas.
Pero no, Washington estaba obsesionado con la deuda. El informe Simpson-Bowles era la comidilla. Las denuncias apasionadas (y, claro está, hipócritas) de Paul Ryan sobre la deuda federal le valieron la adulación y el reconocimiento de los medios. Entre que la capital estaba obsesionada con la deuda, la toma de poder en la Cámara de Representantes y un marcado giro hacia la derecha en los gobiernos estatales, Estados Unidos estaba a punto de embarcarse en un periodo de recortes sin precedentes en el gasto gubernamental ante el alto índice de desempleo.
Algunos de nosotros protestamos amargamente contra este cambio en las políticas, con el argumento de que un periodo de desempleo masivo no era el momento para la austeridad fiscal y, en términos generales, estábamos en lo correcto. ¿Por qué digo que “en términos generales”? Porque cada vez existen mayores dudas sobre si en efecto hay un momento adecuado para la austeridad fiscal. La obsesión con la deuda parece tonta incluso cuando el empleo está en sus niveles máximos.
Este es el mensaje que retomo del discurso presidencial de Olivier Blanchard ante la Asociación Estadounidense de Economía. Para ser justos, Blanchard —uno de los principales economistas a nivel mundial, anteriormente el tremendamente influyente economista jefe del FMI— fue cauteloso en sus pronunciamientos, y ciertamente no se dejó llevar por la Teoría Monetaria Moderna y dijo que la deuda nunca importa. Sin embargo, su análisis hace que la fijación con “arreglar la deuda” (sí, todavía andan en eso) se vea incluso peor que antes.
Blanchard comienza con la observación, un lugar común, de que las tasas de interés en la deuda gubernamental son bastante bajas, lo cual significa que las preocupaciones por la deuda son exageradas. No obstante, hace un planteamiento más específico: la tasa de interés promedio sobre la deuda es más baja que la tasa de crecimiento de la economía (“r<g”). Además, no se trata de una aberración transitoria: las tasas de interés inferiores al crecimiento son, en efecto, la norma, una norma que únicamente cambió durante un periodo relativamente corto en los años ochenta.
¿Por qué es relevante? En realidad, las tasas de interés tienen dos implicaciones distintas, pero relacionadas. La primera, los temores de que haya el aumento de la deuda sea una espiral fuera de control se basan en un mito. La segunda, el aumento de la inversión privada no debería ser una enorme prioridad.
Sobre el primer argumento: las diatribas sobre la deuda suelen venir acompañadas de advertencias amenazantes de que con el tiempo la deuda podría agravarse, como si fuera una bola de nieve en picada que se ensancha. Es decir, una mayor deuda significará un mayor pago de intereses, los cuales aumentan los déficits y conducen a una mayor deuda, esto a su vez implica aún mayores tasas de interés, y así sucesivamente.
No obstante, lo que importa en el caso de la solvencia gubernamental no es el nivel absoluto de deuda sino su nivel relativo para la base fiscal, que básicamente corresponde al tamaño de la economía. Además, el valor en dólares del PIB normalmente aumenta a medida que pasa el tiempo, tanto debido al crecimiento como a la inflación. Al margen de otros factores, esto gradualmente derrite la bola de nieve: incluso si la deuda aumenta en dólares, se encogerá como porcentaje del PIB si los déficits no son demasiado grandes.
El ejemplo clásico es lo que ocurrió con la deuda estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial. ¿Cuándo y cómo la pagamos? La respuesta es que nunca lo hicimos. Sin embargo, a pesar de la deuda en dólares en aumento, para 1970 el crecimiento y la inflación habían disminuido la deuda a una porción fácilmente manejable del PIB.
Además, si las tasas de interés están por debajo del crecimiento del PIB, este efecto significa que la deuda tiende a “derretirse” por sí sola: un alto nivel de deuda significa un mayor pago de intereses, pero también significa más derretimiento, y este último efecto es el que predomina. No hay una espiral de deuda que se esté fortaleciendo a sí misma.
El segundo argumento de Blanchard es mucho más sutil, pero no por ello menos importante. En general, los sermones sobre la deuda advierten no solo sobre amenazas a la solvencia gubernamental sino también sobre el crecimiento. El argumento es que una deuda pública elevada alimenta el consumo actual a expensas de la inversión para el futuro y una deuda elevada probablemente sí tenga ese efecto cuando la economía se acerque al empleo pleno (aunque en 20102011 un mayor gasto deficitario habría resultado en más, no menos, inversión privada).
Ahora bien, ¿qué tan importante es suprimir el consumo a fin de liberar recursos para la inversión? Blanchard señala que las tasas de interés bajas son un indicador de que el sector privado ve rendimientos bastante bajos sobre la inversión, de tal modo que destinar más recursos a la inversión privada no hará una gran diferencia en el crecimiento. Es cierto, la tasa de rendimiento sobre la inversión sin duda es más elevada que la tasa de interés sobre activos seguros, como los títulos del Tesoro de Estados Unidos. No obstante, Blanchard argumenta que no es tan elevada como al parecer muchos piensan.
¿Esto significa que deberíamos comer, beber, estar felices y olvidarnos del futuro? No, pero la inversión privada no es el principal problema, dado que probablemente no tiene una tasa de rendimiento muy alta. Blanchard no dice esto, pero probablemente lo que debería estarnos preocupando más bien es la inversión pública en infraestructura, que se ha descuidado y sufre de deficiencias evidentes.
A pesar de ello, la obsesión con la deuda condujo a menos, no más, inversión pública. El gasto en construcción pública como porcentaje del PIB aumentó brevemente durante el estímulo de Obama (en parte porque el PIB era bajo), luego cayó a niveles bajos históricos, donde permanece. Pensando en todo lo que dicen sobre cuidar de las futuras generaciones, los sermones sobre la deuda sin duda han dañado, no ayudado, a nuestras expectativas futuras.
Observen, por cierto, que ni siquiera he hablado sobre razones relacionadas con el ciclo empresarial por las cuales se deba dejar de estar obsesionado con la deuda. Un entorno de tasas de interés persistentemente bajas aumenta las preocupaciones sobre el estancamiento secular, una tendencia para sufrir repetidas caídas inextricables, debido a que la Reserva Federal no tiene suficientes argumentos para combatirlas. Además dichas caídas también pueden reducir el crecimiento a largo plazo: la experiencia desde 2008 sugiere un alto grado de histéresis, donde, aparentemente, las crisis a corto plazo acaban reduciendo el potencial económico a largo plazo.
No obstante, incluso sin estas preocupaciones la deuda parece ser un tema tremendamente exagerado y la forma en la que la deuda desplazó al desempleo en el corazón del debate público en 2010-2011 cada vez se ve peor.