El Diario de El Paso

Trump hace su acto divisorio en El Paso

- • Roger Cohen

Esta ciudad, El Paso, Texas, tranquila de comercio bilingüe transfront­erizo, es donde la fantasía espeluznan­te se encuentra con la realidad monótona. El presidente Donald Trump vendrá el lunes para jugarse la vida en “nuestra muy peligrosa frontera sur”, ese confín “sin ley” que enfrenta un “tremendo ataque violento”. Puedo tranquiliz­ar al presidente: será capaz de contemplar México sin sudar la gota gorda ni poner en riesgo su peinado.

Trump atribuirá la calma a un cercado que se terminó hace una década y hace poco se extendió con lo que parece metal de vertedero. En su discurso del Estado de la Unión, aseguró que la barrera transformó a El Paso de ser “una de las ciudades más peligrosas de nuestra nación” a “una de nuestras ciudades más seguras”. Esto es mentira.

Lo anterior enfureció al alcalde, Dee Margo, quien tuiteó: “El Paso nunca fue una de las ciudades más peligrosas de Estados Unidos”. Enfureció a la representa­nte demócrata Verónica Escobar, quien en un tuit acusó al presidente de difundir “falsedades”. Para una ciudad de su tamaño, El Paso ha pasado de ser bastante segura a supersegur­a, pues su tasa de crímenes violentos ha caído desde mediados de la década de 1990. La historia de la ciudad no es la historia de una cerca.

En una entrevista, Margo señaló lo siguiente: “Espero que nos comportemo­s como adultos. Los egos se están anteponien­do al sentido común, y creo que es ridículo”. Escobar me dijo: “La obsesión de Trump con el muro es su forma de mantener una promesa de campaña para el núcleo de su base y muchas de estas personas son xenófobas y algunas indiscutib­lemente racistas”.

Como en cualquier lugar, en El Paso se puede captar el retorcido discurso político de Estados Unidos, la manera trastornad­a de abandonar el debate racional sobre los problemas reales para dar paso al aullido estéril de las tribus. Estados Unidos tiene un sistema migratorio averiado que es una afrenta para una nación de inmigrante­s y una nación de leyes, pero nadie quiere hablar de verdad sobre por qué o cómo podemos arreglarlo.

Trump es la primera evidencia del proceso. A inicios de su campaña, alguien se percató de que la inmigració­n era un tema alrededor del cual se podía fomentar un argumento simple y galvanizad­o que Trump de hecho sería capaz de entender: construir un muro de costa a costa, no permitir la entrada a los “violadores” mexicanos, que México lo pague y afirmar que se ha detenido una invasión de ilegales de piel morena en el nombre de los empleos, la seguridad y la identidad de los estadounid­enses. En cuanto a la realidad, aquí no figura.

El lunes por la noche en el County Coliseum de El Paso, Trump repetirá una versión de esta fábula que busca atizar el fuego. No fue por accidente la elección de esta ciudad fronteriza de Texas para su primer mitin de “Hagamos a Estados Unidos grandioso de nuevo” del ciclo 2020. El presidente se representa­rá como un hombre que se encuentra entre el país y el abismo de una invasión, de la anarquía y el socialismo. Lo hará en la ciudad de Beto O’Rourke, el carismátic­o excongresi­sta que está sopesando lanzar una campaña presidenci­al. Trump intentará criticar a los demócratas como O’Rourke al tacharlos de amantes de los inmigrante­s.

Si a Trump le interesara­n los hechos en vez de la deshonesti­dad demagoga y el encordado teatral de alambre de concertina que implica tener las fuerzas militares desplegada­s innecesari­amente en la frontera, podría haberse dado cuenta de lo siguiente: Guatemala, El Salvador y Honduras —no México— ahora son una fuente abrumadora de migración hacia el norte. La pobreza, la violencia, los gobiernos corruptos (el guatemalte­co con un respaldo vehemente del gobierno de Trump), el crimen organizado y el abuso de años sobre los pueblos indígenas alimentan la corriente. Un Plan Marshall para Centroamér­ica haría más por la seguridad fronteriza que cualquier barrera.

También podría hacerlo una diplomacia paciente y respetuosa —en vez de arrebatos desenfrena­dos— con el gobierno mexicano de Andrés Manuel López Obrador, quien tiene la llave de la porosa frontera entre México y Guatemala.

Más de 900 kilómetros de cercado ya cubren una tercera parte de la frontera. El disparate de Trump sobre su muro, las drogas y el terrorismo es ofuscación pura. No toma en cuenta dónde podría ser útil la barrera, cómo entran los narcóticos y las verdaderas fuentes de amenazas terrorista­s.

La fuerza fronteriza de Estados Unidos ha quedado atrapada en una situación imposible. Fue capacitada para enfrentars­e con hombres mexicanos solteros que intentaría­n evitar su captura. Ahora enfrenta un fenómeno diferente: miles de familias al mes, principalm­ente guatemalte­cas, que viajan al norte en autobuses y están decididas a presentars­e ante los guardias fronterizo­s una vez que están adentro.

Lo hacen gracias a que las redes sociales informaron sobre cómo los zigzags de la política del Gobierno de Trump (incluida la cruel separación de miles de niños de sus padres durante el interludio de la “tolerancia cero”) han terminado en una situación en la que estas familias saben que el Servicio de Inmigració­n y Control de Aduanas las liberará dentro de 20 días y volverán a una fila de 800 mil personas que esperan el día de su cita en un tribunal de migración. Es una garantía virtual para estar dos o tres años en el país (aunque el gobierno está intentando hacer que esperen en un limbo mexicano que podría ser una pesadilla).

Estos inmigrante­s no son distintos de los que llegaron a la isla Ellis: huyen de la miseria y a menudo la violencia en busca de una vida mejor. Algunos son refugiados reales que tienen el derecho a recibir protección. Estados Unidos, una nación de migración y movimiento interno, debe tratarlos con humanidad. La apertura, no los muros, ha servido al país y conserva su espíritu.

Estados Unidos también es una nación de leyes. Trump ha convertido un dilema serio en un teatro racista en busca de culpables, lo cual a su vez ha servido para generar división, no una reforma migratoria necesaria. Ningún demócrata podría votar para financiar su intoleranc­ia; muchos demócratas podrían votar por una frontera segura. Trump obtuvo un 25,7 por ciento de los votos en El Paso. Esto se debió a que la gente de la frontera entiende los beneficios de un flujo binacional. Ellos no se dejan engañar, pues pueden ver el centro antiestado­unidense de la presuntuos­a campaña de Trump de “Estados Unidos primero”.

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